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doctrina social cristiana - Ordo Socialis

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§ 2. Consecuencias para el objetivo de la economía<br />

De las anteriores reflexiones resultan dos consecuencias:<br />

1. "El ser humano es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-<strong>social</strong>" (GS 63). El<br />

sentido de la economía no está –desde un punto de vista meramente formal– en el mero obrar<br />

según el principio racional económico, ni en la tecnocracia, ni en la mera rentabilidad, ni en la<br />

mayor "felicidad" material posible para el mayor número posible de personas. También sería<br />

erróneo definir la economía como satisfacción de la demanda preparando la correspondiente<br />

oferta, pues en tal caso la construcción de las cámaras de tortura en los campos de<br />

concentración correspondería al objetivo de la economía, porque existe la correspondiente<br />

demanda de parte de un verdugo de seres humanos. El objetivo de la economía consiste, más<br />

bien, en la creación duradera y segura de los supuestos materiales que posibiliten al individuo<br />

y a las formaciones <strong>social</strong>es el desarrollo digno del ser humano. La encíclica “Quadragesimo<br />

anno” observa al respecto: "Estos bienes (los materiales) deben ser suficientemente<br />

abundantes para satisfacer las necesidades y comodidades honestas y elevar a la persona a<br />

aquella condición de vida más feliz que, administrada prudentemente, no sólo no impide la<br />

virtud, sino que la favorece en gran manera" (QA 75). Este "fin de la economía en conjunto<br />

puede deducirlo manifiestamente la misma razón natural a partir de la naturaleza individual y<br />

<strong>social</strong> del ser humano y a partir de las cosas" (QA 42), como también dice la misma encíclica.<br />

En este punto, la Doctrina Social Cristiana está en radical oposición a muchos científicos<br />

modernos que –por ejemplo Max Weber– dicen que en la cuestión del bien o del mal no<br />

podemos pedir consejo al entendimiento, porque "en este terreno está ante un enigma", que<br />

además es un enigma "insoluble para él"190.<br />

2. La economía no es ni el único ni el supremo fin; tiene que ordenarse, más bien, dentro de la<br />

"recta escala de los fines", en el lugar que le corresponde (QA 43). Por encima de ella están la<br />

dignidad y verdad de la persona, el matrimonio y la familia, la religión y la moralidad y, sobre<br />

todo, el "fin último y meta de todas las cosas", Dios mismo (QA 43). El intento de<br />

transformar esta armonía y convertir los valores superiores en objetos de los procesos<br />

económicos sería tecnocracia y envilecimiento del ser humano (cfr. GS 64). El fin no es el<br />

crecimiento imparable de bienes, sino el servicio al conjunto de la humanidad, sobre todo de<br />

los valores <strong>social</strong>es. En los siglos pasados, se ofrecieron a las personas nuevos bienes a los<br />

que nunca hubieran aspirado si no los hubieran conocido, simplemente porque su elaboración<br />

se hacía posible. Poco a poco se está abriendo camino un nuevo modo de progreso: el<br />

individuo y la sociedad ponen exigencias a la economía, por ejemplo en lo referente a la<br />

protección del medio ambiente (el caso de la construcción de automóviles y máquinas menos<br />

perjudiciales para el medio ambiente).<br />

"Con gran pesar observamos" –afirmaba el Papa Juan XXIII– que un "gran número de<br />

personas (...)desprecian los valores, los pasan por alto o los niegan absolutamente" y, en su<br />

lugar, valoran el bienestar material, "hasta el punto de considerarlo como el valor más alto de<br />

la vida". Pues si bien la técnica, la economía y la ciencia suponen "un paso gigantesco en<br />

cuanto se refiere a la cultura y a la civilización humana", no se debe olvidar sin embargo que<br />

"estos valores no son los supremos, sino solamente medios instrumentales para alcanzar<br />

valores últimos” (MM 175 y s.).<br />

190 M. Weber, Jugendbriefe, s.a., 260 y ss. Cit. en H. Schoeck, Soziologie, Friburgo de Brisgovia-Múnich, 1952,<br />

p. 262.<br />

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