VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas
VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas
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anterior a aquel de 1906, es decir anterior a la fecha de mi primera etiqueta de localización, y al que no<br />
he vuelto a regresar nunca, no consigo distinguir ni un ala o un aleteo o un destello añil o una sola flor<br />
perlada de mariposas, como si un hechizo maligno hubiese castigado la costa adriática convirtiendo en<br />
invisibles todos sus «leps» (como solemos decir los que tenemos propensión al argot). Exactamente esto<br />
mismo puede llegar a sentir un entomólogo al caminar algún día junto a un jubiloso y ya<br />
desencasquetado botánico por entre la espantosa flora de un planeta paralelo, y sin un solo insecto a la<br />
vista; y así (a modo de singular prueba del singular fenómeno consistente en la repetida utilización del<br />
escenario de nuestra infancia por parte de un austero director de escena como ambiente prefabricado<br />
para nuestros sueños de adulto) la ladera de una costa que aparece en cierta pesadilla que sueño con<br />
frecuencia, y en la que cuelo de contrabando el cazamariposas plegable de mis estados de vigilia,<br />
muestra alegres matas de tomillo y meliloto, pero está incomprensiblemente desprovista de todas las<br />
mariposas que deberían encontrarse allí.<br />
También averigüé muy pronto que cuando un «lepist» se dedica a su tranquila búsqueda puede<br />
provocar las más extrañas reacciones en otros seres. Muy a menudo, cuando, al realizarse los<br />
preparativos de una excursión por el campo, intentaba tímidamente guardar mis humildes utensilios en el<br />
charabón de alquitranados aromas (se utilizaba un preparado a base de alquitrán para impedir que las<br />
moscas molestaran a los caballos) o en el «Opel» descapotable con olor a té (hace cuarenta años, la<br />
bencina olía así), siempre aparecía alguno de mis primos o tías que comentaba:<br />
—¿Tienes que llevarte forzosamente ese cazamariposas? ¿No podrías entretenerte como los niños<br />
corrientes? ¿No te parece que estás fastidiando a todo el mundo?<br />
Cerca de un cartel que decía NACH BODENLAUBE, en Bad Kissingen (Baviera), cuando estaba a punto<br />
de iniciar con mi padre y con el majestuoso y anciano Muromtsev (que, cuatro años atrás, en 1906, había<br />
sido presidente del primer Parlamento ruso), un paseo, este último volvió su marmórea testa hacia mí,<br />
apenas un niño de once años, y me dijo con su famosa solemnidad:<br />
—Puedes acompañarnos, desde luego, pero no caces mariposas, niño. Interrumpe el ritmo del paseo.<br />
En un camino que se elevaba sobre el mar Negro, en la península de Crimea, y entre matorrales de<br />
flores que parecían de cera, en marzo de 1918, un estevado centinela bolchevique intentó arrestarme por<br />
haberle hecho señales (con mi cazamariposas, dijo) a un buque de la Armada británica. En verano de<br />
1929, cada vez que atravesaba andando un pueblo del Pirineo oriental, y volvía casualmente la cabeza,<br />
veía detrás de mí a los campesinos congelados en las diversas poses en las que mi paso les había<br />
encontrado, como si yo fuese Sodoma y ellos la mujer de Lot. Un decenio después, en los Alpes<br />
marítimos, noté una vez que la hierba se ondulaba de forma serpentina a mi espalda, porque un gordo<br />
policía rural se arrastraba sobre su barriga tras de mí para asegurarse de que no intentaba cazar<br />
pajarillos. Norteamérica me ha mostrado más ejemplos incluso que otros países de este interés morboso<br />
por mis actividades rederas, quizá porque cuando llegué aquí ya era cuarentón, y cuanto más viejo sea<br />
el cazador de mariposas, más ridículo parece con un cazamariposas en la mano. Severos granjeros me<br />
han señalado los carteles que decían PROHIBIDO PESCAR; desde los coches que pasaban por la<br />
carretera me han lanzado aullidos de burla; perros adormilados que hacían caso omiso hasta de los<br />
vagabundos de peor aspecto se han reanimado para acercárseme gruñendo; diminutos críos me han<br />
señalado con el dedo a sus desconcertadas mamás; veraneantes de mentalidad tolerante me han<br />
preguntado si cazaba chinches para usarlas como cebo; y una mañana, en un erial iluminado por altas<br />
yucas en flor, cerca de Santa Fe, una enorme yegua negra estuvo siguiéndome casi dos kilómetros.<br />
4<br />
Cuando, después de haberme sacado de encima a todos mis perseguidores, tomaba la desigual y roja<br />
carretera que partía de nuestra casa de Vyra para internarse en los sembrados y los bosques, la<br />
animación y lustre de la jornada parecía rodearme de un estremecimiento de simpatía.<br />
Recentísimas y oscurísimas erebias ligeas, que aparecían sólo cada dos años (oportunamente, el<br />
recuerdo se ha puesto aquí en fila), cruzaban fugaces por entre los abetos o revelaban sus manchas<br />
anaranjadas y sus bordes ajedrezados cuando tomaban el sol entre los helechos de los márgenes.<br />
Saltando por encima de la hierba una pequeña ninfa, la ninfa morena, burló mi red. Varias polillas<br />
rondaban también por allí: chillonas hembras amantes del sol volando de flor en flor como moscas<br />
coloreadas, o machos insomnes buscando hembras ocultas, como esa herrumbrosa lasio-campa<br />
quercus que atravesó velozmente el follaje. También llamó mi atención (y éste fue uno de los mayores<br />
misterios de mi infancia) un ala verde pálido atrapada en una telaraña (para entonces ya sabía de qué se