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VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

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desvaneciese, visité Lausana con un compañero de universidad, debido a un casual desplazamiento de<br />

mi vida de exiliado, y pensé que podía aprovechar la circunstancia para ir a ver a Mademoiselle,<br />

suponiendo que siguiera con vida.<br />

Y así era. Más robusta que nunca, bastante canosa y completamente sorda, me recibió con un<br />

tumultuoso estallido de cariño.<br />

En lugar del cuadro del Château de Chillon tenía ahora la imagen de una abigarrada troika. <strong>Habla</strong>ba<br />

fervorosamente de su vida en Rusia, como si aquel país fuera su patria perdida. Y la verdad es que<br />

encontré en aquel vecindario toda una colonia de ancianas institutrices suizas. Amontonadas en una<br />

constante ebullición de competitivos recuerdos, formaban una pequeña isla situada en medio de un<br />

ambiente que ahora les resultaba extraño. La amiga del alma de Mademoiselle era la casi momificada<br />

Mlle. Golay, la que fuera ama de llaves de mi madre, tan estirada y pesimista como siempre a sus<br />

ochenta y cinco años; siguió viviendo con nuestra familia muchos años después de la boda de mi madre,<br />

y su regreso a Suiza sólo había precedido en un par de años al de Mademoiselle, con la que apenas<br />

había tenido trato cuando ambas vivían bajo nuestro techo. En nuestro propio pasado siempre nos<br />

encontramos como en casa, lo cual explica en parte el amor póstumo de aquellas patéticas damas por<br />

un país remoto y, si hay que ser francos, bastante espantoso, que ninguna de las dos había conocido<br />

realmente y en el que ni la una ni la otra había estado nunca del todo a gusto.<br />

Como, debido a la sordera de Mademoiselle, no era posible conversar, mi amigo y yo decidimos llevarle<br />

al día siguiente el aparato que dedujimos que ella no se podía costear. Al principio no supo colocarse<br />

bien aquella cosa tan incómoda pero, en cuanto lo consiguió, volvió hacia mí una mirada de pasmo,<br />

húmedo asombro y felicidad celestial. Juró que oía todas las palabras que yo pronunciaba, cada uno de<br />

mis murmullos. Cosa que no pudo hacer ya que, como tenía mis dudas, yo no había dicho nada. De<br />

haberlo hecho, le hubiera dicho que le diera las gracias a mi amigo, que era quien había pagado el<br />

aparato. ¿Era, pues, el silencio lo que oía, aquel Silencio Alpino del que nos había hablado años atrás?<br />

En aquel entonces se mentía a sí misma; ahora me mentía a mí.<br />

Antes de partir camino de Basilea y Berlín, una noche neblinosa y fría salí a pasear por la orilla del lago.<br />

Llegado a cierto lugar, una solitaria farola diluyó débilmente la oscuridad y transformó la niebla en una<br />

llovizna visible. «II pleut tojours en Suisse» era una de aquellas frases sin importancia que, antaño,<br />

hacían llorar a Mademoiselle. A mis pies, una onda muy ancha, casi una verdadera ola, y cierta cosa<br />

vagamente blanca que estaba unida a ella, atrajeron la atención de mi vista. Cuando me acerqué al<br />

borde mismo de la chapaleteante agua, vi de qué se trataba: un viejo cisne, una criatura grande y torpe<br />

que recordaba a un dodó, estaba haciendo ridículos esfuerzos por subirse a un bote amarrado. No lo<br />

conseguía. Sus pesados e impotentes aleteos, el resbaladizo sonido con que golpeaba las rocas y el<br />

cabeceante bote, el brillo de goma arábiga que adquiría el oleaje allí en donde le daba la luz, todo<br />

aquello pareció momentáneamente cargado de esa extraña significación que a veces atribuimos en<br />

sueños a ese dedo aplicado sobre unos labios mudos que después señala alguna cosa que quien está<br />

soñando no tiene tiempo de distinguir antes de despertar sobresaltado. Pero aunque olvidé muy pronto<br />

esta lúgubre noche, fue, curiosamente, esa noche, esa imagen compuesta —temblor y cisne y oleaje—<br />

la primera que me vino a la mente cuando un par de años más tarde me enteré de la muerte de<br />

Mademoiselle. Se había pasado toda la vida sintiéndose desdichada; esta desdicha era su elemento;<br />

sólo sus fluctuaciones, sus diversos espesores, le daban la impresión de estar viva, en movimiento. Lo<br />

que me preocupa es el hecho de que un sentimiento de desdicha, y nada más, sea insuficiente para<br />

formar un alma permanente. Mi enorme y morosa Mademoiselle funciona en la tierra, pero resulta<br />

imposible en la eternidad. ¿La he salvado en realidad de la ficción? Justo antes de que el ritmo que oigo<br />

titubee y desaparezca, me sorprendo preguntándome si, durante los años en que la traté, no estuve<br />

echando terriblemente de menos alguna cosa de ella que era mucho más ella que sus papadas o sus<br />

manías o incluso que su francés; algo emparentado quizá con ese último vislumbre que tuve de ella, el<br />

radiante engaño que utilizó para conseguir que yo me fuera satisfecho de mi propia amabilidad, o con<br />

ese cisne cuya agonía estaba mucho más próxima de la verdad artística que esos pálidos brazos que<br />

deja caer la bailarina; algo, en pocas palabras, que pudiera ser apreciado por mí sólo después de que las<br />

cosas y los seres más queridos en la seguridad de mi infancia se hubiesen convertido en cenizas o<br />

recibido un balazo en el corazón.<br />

Hay un apéndice para la historia de Mademoiselle. Cuando la escribí por vez primera no tenía noticia de<br />

ciertas asombrosas supervivencias. Así, en 1960, mi primo de Londres, Peter de Peterson, me contó que<br />

su niñera inglesa, que cuando yo la vi en Abbazia, en 1904, me había parecido vieja, tenía más de<br />

noventa años y gozaba de buena salud; tampoco sabía que la institutriz de las dos hermanas pequeñas

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