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VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

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presencia de cualquier parlanchín usuario de la bañera, o que participa en grandes manifestaciones, o<br />

que ingresa en algún sindicato con intención de disolverse en él. El sueño es la más imbécil de todas las<br />

fraternidades humanas, la que más derechos reclama y la que exige rituales más ordinarios. Es una<br />

tortura mental que a mí me parece envilecedora. Las tensiones y agotamientos de la escritura me obligan<br />

a menudo, ay, a tragarme una fuerte píldora que me produce una o dos horas de temibles pesadillas, o<br />

incluso a tener que aceptar el cómico alivio de una siesta, de la misma manera que un libertino senil<br />

podría ir trotando al eutanasio más próximo; pero me resultaba sencillamente imposible acostumbrarme<br />

a esa cotidiana traición nocturna a la razón, a la humanidad, al talento. Por muy agotado que me<br />

encuentre, el dolor que siento al despedirme de la conciencia me parece indeciblemente repulsivo.<br />

Aborrezco a Somnus, ese verdugo de negro antifaz que me ata al tajo; y si, con el paso de los años, a<br />

medida que se acerca una desintegración más completa y risible incluso, que, lo confieso, les resta<br />

últimamente gran parte de sus méritos a los terrores rutinarios del sueño, he acabado por<br />

acostumbrarme tanto a mi ordalía nocturna que casi avanzo contoneándome hacia ella mientras el hacha<br />

familiar sale de su gran caja de contrabajo forrada de terciopelo, inicialmente carecía de este consuelo o<br />

defensa: no tenía nada, excepto un indicio de luz en el potencialmente luminoso candelabro de la<br />

habitación de Mademoiselle, cuya puerta, por orden del médico de la familia (¡Yo te saludo, doctor<br />

Sokolov!), permanecía un poco abierta. Su débil línea de suave luminosidad vertical (que las lágrimas de<br />

un niño podían transformar en deslumbrantes rayos de misericordia) era algo a lo que aferrarme, ya que<br />

en la oscuridad completa mi cabeza navegaba y mi mente se derretía en una travestida versión de la<br />

lucha con la muerte.<br />

La noche del sábado solía ser o hubiera debido ser una perspectiva agradable, porque esa era la noche<br />

en la que Mademoiselle, que pertenecía a la escuela higiénica clásica y pensaba que nuestras toquades<br />

anglaises no servían más que para pillar resfriados, se concedía el peligroso lujo de su baño semanal,<br />

proporcionando así una vida más prolongada a mi tenue luz. Pero después empezaba un tormento más<br />

sutil.<br />

Ahora nos hemos desplazado a nuestra casa de la ciudad, una construcción italianizante de granito<br />

finlandés, construida por mi abuelo alrededor de 1885, con frescos florales encima del tercer piso (el<br />

último) y un mirador en el segundo, situada en el número 47 de la calle Morskaya (actualmente calle<br />

Hertzen) de San Petersburgo (actualmente Leningrado). Los niños ocupábamos el tercer piso. En 1908,<br />

año elegido aquí, seguía compartiendo con mi hermano el cuarto de los niños. El baño asignado a<br />

Mademoiselle estaba al final de un pasillo en forma de Z, a unos veinte latidos de distancia de mi cama, y<br />

entre el temor de su prematuro regreso del baño a su iluminada habitación contigua a la nuestra, y la<br />

envidia que sentía al oír los regulares silbidos de la respiración que mi hermano emitía desde el otro lado<br />

del biombo japonés que nos separaba, jamás pude sacarle provecho, durmiéndome, al rato adicional en<br />

el que un resquicio de luz en la oscuridad seguía dando testimonio de una motita de mí mismo en medio<br />

de la nada. Finalmente empezaban a acercarse aquellos pasos inexorables, avanzando trabajosamente<br />

por el pasillo y haciendo que algún frágil objeto de cristal, que había estado compartiendo secretamente<br />

conmigo la vigilia, vibrara desesperanzado en un estante.<br />

Ahora ya ha entrado en su habitación. Un rápido intercambio de valores luminosos me dice que la vela<br />

de su mesilla de noche ha sustituido al grupo de bombillas del techo, las cuales, tras haber recorrido con<br />

un par de secos chasquidos dos pasos adicionales de luminosidad, primero natural y luego sobrenatural,<br />

se apagan del todo. Mi línea de luz sigue ahí, pero ahora es vieja y macilenta, y se estremece cada vez<br />

que Mademoiselle hace crujir su cama al moverse. Porque sigo oyéndola. Ahora es un crujido metálico<br />

que dice «Suchard»; luego el trk-trk-trk de un cuchillo de postre abriendo las páginas de La Revue des<br />

Deux Mondes. Ha comenzado una fase decadente: ahora lee a Bourget. Ni una sola palabra del<br />

testamento de ese escritor le sobrevivirá. El fin está cerca. Siento una intensa angustia mientras intento<br />

engatusar al sueño, mientras abro cada pocos segundos los ojos a fin de comprobar que el deslucido<br />

brillo sigue ahí, mientras imagino el paraíso, que para mí es un lugar en donde un vecino insomne lee un<br />

libro inacabable a la luz de una vela eterna.<br />

Ocurre lo inevitable: la caja de los quevedos se cierra con un chasquido, la revista golpea el mármol de<br />

la mesilla de noche, y los fruncidos labios de Mademoiselle emiten una ráfaga; fracasa el primer intento,<br />

la llama queda grogui pero se retuerce y finta; luego llega la segunda arremetida, y la luz cede. En esa<br />

negrura total me desoriento, mi cama parece ir lentamente a la deriva, el pánico me fuerza a sentarme y<br />

mirar; hasta que mis ojos, adaptados a la oscuridad, disciernen, por entre flotadores entópticos, ciertos<br />

contornos imprecisos pero valiosos que vagan en una amnesia sin rumbo hasta que, gracias a un vago

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