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VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

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la «patria», con la confortablemente crujiente nieve, las profundas huellas que se marcaban en su<br />

superficie, el rojo brillo del cañón de la chimenea y el montón de troncos de abeto del rojo ténder, ocultos<br />

bajo su capa particular de nieve transportable.<br />

Yo no había cumplido todavía los seis años, pero aquel año en el extranjero, un año de decisiones<br />

difíciles y esperanzas liberales, había expuesto a aquel niño ruso a las conversaciones de los mayores.<br />

No podía evitar que, a su modo, le afectaran también la nostalgia de su madre y el patriotismo de su<br />

padre. En consecuencia, este regreso a Rusia, mi primer regreso consciente, me parece ahora, al cabo<br />

de sesenta años, un ensayo, ya que no del gran regreso a casa que jamás llegará a producirse, sí al<br />

menos del haberlo soñado constantemente durante mis largos años de exilio.<br />

El verano de 1905 no había producido todavía en Vyra ningún lepidóptero. El maestro de la escuela nos<br />

llevó a dar instructivos paseos («Eso que oís es el ruido de alguien que está afilando una hoz»; «Ese<br />

campo de ahí descansará durante un año»; «Oh, no es más que un pajarillo, no tiene ningún nombre<br />

especial»; «Ese campesino está borracho porque es pobre»). El otoño alfombró el parque de los<br />

variadísimos colores de las hojas, y Miss Robinson nos enseñó una maravillosa técnica, que tanto había<br />

disfrutado el otoño anterior el Hijo del Embajador, uno de los personajes del pequeño mundo que ella<br />

creaba. Consistía, primero, en ir cogiendo del suelo y, después, ordenando sobre una gran hoja de<br />

papel, una serie de hojas de arce que formaban un espectro casi completo (sólo faltaba el azul..., ¡gran<br />

decepción!), con verdes que pasaban gradualmente al amarillo limón, amarillos limón que pasaban<br />

gradualmente al anaranjado, y así sucesivamente, pasando por los rojos hasta los morados, otra vez a<br />

los rojos y de nuevo hasta el verde (que resultaba cada vez más difícil de encontrar, como no fuera en<br />

ciertos fragmentos de algún último y valiente borde) pasando por el amarillo limón. Las primeras heladas<br />

alcanzaron a los asters, pero seguimos sin irnos a la ciudad.<br />

Aquel invierno de 1905-1906, en el que llegó Mademoiselle procedente de Suiza, fue el único de mi<br />

infancia que pasé en el campo. Fue un año de huelgas, disturbios y matanzas inspiradas por la policía, y<br />

supongo que mi padre prefirió que su familia permaneciera lejos de la ciudad, en nuestra tranquila finca<br />

del campo, en donde la popularidad de que gozaba entre los campesinos podía mitigar, tal como<br />

adecuadamente intuyó, los riesgos de los desórdenes. Fue también un invierno especialmente riguroso,<br />

que produjo toda la nieve que Mademoiselle hubiese podido esperar de la penumbra hiperbórea de la<br />

remota Moscovia. Cuando se apeó en la pequeña estación de Siverski, desde la cual todavía tenía que<br />

recorrer casi diez kilómetros en trineo para llegar a Vyra, no me encontraba en el andén para recibirla;<br />

pero eso es lo que hago ahora cuando intento imaginar lo que vio y sintió en esa última etapa de su<br />

fabuloso e inoportuno viaje. Su vocabulario ruso estaba formado, es cierto, por una breve palabra, la<br />

misma solitaria palabra que años más tarde se llevaría a su regreso a Suiza. Esta palabra, que en su<br />

pronunciación podría ser transcrita fonéticamente como «giddy-eh» (de hecho se trata de gde, con una e<br />

como la del yet inglés), significaba «¿Dónde?». Y eso era mucho. Cuando la emitía ella, a semejanza del<br />

estridente grito de un pájaro perdido, acumulaba semejante fuerza interrogadora que le bastaba para<br />

todas sus necesidades. «¿Giddy-eh, giddy-eh?», gemía, no sólo para averiguar en dónde estaba sino<br />

también para expresar la suprema desgracia: la de ser una extranjera, náufraga, sin un céntimo,<br />

enferma, en pos de la bendita tierra donde por fin sería entendida.<br />

Puedo visualizarla, por poderes, en mitad del andén que acaba de pisar, y mi enviado le ofrece<br />

vanamente un brazo que ella no ve. («Y me encontré allí, abandonada, comme la comtesse Karenine»,<br />

protestó quejumbrosamente más tarde, de forma elocuente ya que no correcta.) La puerta de la sala de<br />

espera se abre con un gemido especial, propio de los días en los que la helada ha sido más intensa; una<br />

bocanada de aire caliente sale hacia el exterior, casi tan profusa como el vapor que emite la jadeante<br />

locomotora; y se le acerca nuestro cochero Zahar, un hombre corpulento que lleva una zamarra de<br />

cordero con el pelo hacia adentro y cuyos enormes guantes asoman por la faja roja donde se los ha<br />

guardado. Oigo crujir la nieve bajo sus botas de fieltro mientras se encarga del equipaje, y luego las<br />

tintineantes guarniciones, y después su nariz, que se limpia con un diestro ademán del pulgar y el índice,<br />

un pellizco-seguido-de-una-sacudida, sin interrumpir su marcha hacia el trineo. Lentamente, con sombría<br />

aprensión, «Madmazelya», como la llama el criado, monta en el trineo, agarrándose a él porque está<br />

muerta de pánico por temor a que el vehículo se mueva antes de que su vasta forma quede encajada y a<br />

salvo. Finalmente, se aposenta con un gruñido y confía los puños a su pequeño manguito afelpado. Al oír<br />

el húmedo chasquido de los labios del cochero, los dos caballos negros, Zoyka y Zinka, tensan sus<br />

cuartos traseros, mueven los cascos, vuelven a tensarse; y luego Mademoiselle se cae hacia atrás

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