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VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

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musgosos pantanos azul niebla, debido a lo remota y misteriosa que resultaba, fue bautizada por los<br />

niños de Rukavishnikov con el nombre de América.<br />

Antes de acostarme solía permanecer en el salón de nuestra casa de campo, en donde muy a menudo<br />

mi madre me leía en inglés. Cuando llegaba a un momento especialmente emocionante, en el que el<br />

protagonista iba a encontrarse con algún peligro desconocido y quizá fatal, su voz adquiría mayor<br />

lentitud, espaciaba de forma portentosa las palabras, y antes de volver la página apoyaba sobre ella su<br />

mano, con aquel familiar anillo con un rubí color sangre de paloma, y un diamante (en el interior de cuyas<br />

facetas, de haber sido un mago capaz de leer la bola de cristal, hubiera podido ver una habitación,<br />

personas, luces, árboles bajo la lluvia: todo un período de vida de emigrantes que sería costeado con<br />

ese anillo).<br />

Había historias de caballeros cuyas terribles pero maravillosamente asépticas heridas eran lavadas en<br />

grutas por bellas damiselas. Desde la cumbre de un acantilado barrido por el viento, una muchacha<br />

medieval de ondeantes cabellos y un joven con calzas contemplaban las redondas islas de los<br />

Biaventurados. En «Incomprendido», el destino de Humphrey provocaba en mi garganta un nudo mucho<br />

más especializado que todas las narraciones de Dickens o Daudet (grandes provocadores de nudos),<br />

mientras que una historia desvergonzadamente alegórica, «Más allá de las montañas azules», que<br />

trataba de dos parejas de pequeños viajeros —Trébol y Primavera, los buenos; Ranúnculo y Margarita,<br />

los malos—, contenía la suficiente cantidad de excitantes detalles como para hacer olvidar su<br />

«mensaje».<br />

También teníamos aquellos grandes y delgados libros de relucientes ilustraciones. A mí me gustaba en<br />

especial Golliwogg, con su levita azul y sus pantalones rojos y su piel negra como el carbón, unos ojos<br />

que eran un par de botones de ropa interior, y un exiguo harén de cinco muñecas de madera. Utilizando<br />

el ilegal método consistente en hacerse vestidos con la tela de la bandera de los Estados Unidos (Peg<br />

eligió las maternales barras, y Sarah Jane las bonitas estrellas), dos de las muñecas adquirirían cierta<br />

suave feminidad una vez disimuladas sus neutras articulaciones. Las Gemelas (Meg y Weg) y la Enanita<br />

permanecían completamente desnudas y, por lo tanto, sin sexo.<br />

Las vemos salir cautelosamente al exterior en plena noche para hacer una batalla de bolas de nieve<br />

hasta que («¡Mas, ay!», comenta el texto rimado) las campanas de un lejano reloj las devuelven a su caja<br />

de juguetes de las habitaciones de los niños. Un maleducado muñeco de una caja de resorte sale<br />

disparado y espanta a mi encantadora Sarah, y recuerdo que esa imagen me resultaba especialmente<br />

antipática porque me recordaba las fiestas infantiles en las que tal o cual preciosa chiquilla, que me tenía<br />

embrujado, se pillaba el dedo en una puerta o se hacía daño en la rodilla, y acto seguido se expandía<br />

hasta convertirse en un sonrojado trasgo de rostro arrugado y enorme boca aullante. En otra ocasión<br />

hicieron una excursión en bicicleta y fueron capturados por caníbales; nuestros incautos viajeros se<br />

habían detenido a calmar su sed en un estanque rodeado de palmeras, cuando empezaron a sonar los<br />

tambores. Mirando por encima del hombro de mi pasado vuelvo a admirar la ilustración principal:<br />

Golliwogg, que todavía está arrodillado junto al estanque, ya ha dejado de beber; tiene los pelos de<br />

punta, y el normal color negro de su rostro se ha convertido en un horrible azul ceniza. También estaba<br />

el libro de los automóviles (Sarah Jane, que siempre era mi preferida, llevaba un largo y precioso velo<br />

verde), con la secuela de siempre: muletas y cabezas vendadas.<br />

Y, sí, la aeronave. Se necesitaban metros y más metros de seda amarilla, y había además un diminuto<br />

globo para uso exclusivo del afortunado Enanito. A la inmensa altitud que alcanzaba la nave, los<br />

aeronautas se apretujaban los unos contra los otros para darse calor, mientras que el pobre navegante<br />

solitario, que pese a su apurada situación seguía provocando mi envidia, se iba a la deriva hacia un<br />

abismo de escarcha y estrellas, completamente solo.<br />

3<br />

A continuación veo a mi madre conduciéndome hacia la cama a través de aquel enorme vestíbulo, del<br />

que partía una escalera central que subía y subía, y arriba del todo sólo unos cristales como de<br />

invernadero separaban el último rellano del cielo verde claro del anochecer. Yo solía resistirme y<br />

arrastraba los pies o patinaba por la tersa superficie del piso de piedra, obligando así a la suave mano<br />

que se apoyaba en mis riñones a que empujara mi poco dispuesto esqueleto con indulgentes golpecitos.<br />

Al llegar a la escalera tenía por costumbre subir a los peldaños colándome por debajo de la barandilla,<br />

entre los dos últimos postes. Cada verano que pasaba, colarme por allí iba resultándome más difícil; hoy<br />

en día, hasta mi fantasma se quedaría atascado.

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