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VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria - Fieras, alimañas y sabandijas

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forrado de terciopelo negro de su guapo cochero en perfil asirio, extendidos los brazos de escarlatas<br />

mangas, deslizándose por encima del borde superior del seto que separaba el parque de la avenida) los<br />

quejumbrosos sonidos.<br />

Un vol de tourterelles strie le ciel tendre,<br />

Les chrysanthémes se parent pour la Toussaint<br />

nos llegaban a mí y a mi verde cazamariposas hasta el sendero fresco y tembloroso, al final del cual<br />

había una panorámica de arena rojiza y la esquina de nuestra recién repintada casa, del color de las<br />

pinas jóvenes de abeto, con la ventana del salón abierta por la que salía la herida música.<br />

7<br />

Parece que durante toda mi vida y con el mayor celo he estado realizando el acto de recordar vivamente<br />

algún fragmento del pasado, y tengo motivos para creer que esta casi patológica agudización de la<br />

facultad retrospectiva es un rasgo hereditario. Había cierto rincón del bosque, un puentecillo que cruzaba<br />

un pardo riachuelo, en donde mi padre hacía una piadosa pausa para recordar la rara mariposa que, el<br />

17 de agosto de 1883, cazó para él su preceptor alemán. La escena ocurrida treinta años atrás era<br />

revivida otra vez de punta a cabo. El y sus hermanos se habían detenido bruscamente, desvalidos y<br />

excitados ante la aparición del codiciado insecto, que se había posado sobre un tronco muerto y hacía<br />

subir y bajar, como si respirase en estado de alerta, sus cuatro alas rojo cereza con una mancha ocular<br />

payoniana en cada una de ellas. En tenso silencio, sin atreverse a proyectar él mismo su cazamariposas,<br />

se lo dio a herr Rogge, que tanteaba el aire para cogerlo mientras su mirada permanecía fija en la<br />

espléndida mariposa. Mi vitrina heredó ese espécimen al cabo de un cuarto de siglo. Un detalle<br />

conmovedor: las alas se le habían «encogido» por culpa de que la sacaron de la tabla de secado antes<br />

de hora.<br />

En una villa que alquilamos el verano de 1904 con la familia de mi tío Ivan de Peterson en el Adriático<br />

(se llamaba «Neptuno» o «Apolo»; todavía puedo identificar su torre almenada y pintada de color canela<br />

en las fotos antiguas de Abbazia), cuando yo tenía cinco años, estaba un día soñando despierto en mi<br />

cama después de comer cuando me puse boca abajo y, con todo el cuidado, el cariño y la<br />

desesperación, de un modo artístico y detallado que era difícil de conciliar con el ridículamente corto<br />

número de temporadas que habían llegado a formar la inexplicablemente nostálgica imagen de «mi<br />

casa» (que no había visto desde septiembre de 1903), dibujé con el índice, sobre la almohada, el camino<br />

carretero que subía hasta la casa de Vyra, con la escalera de piedra a la derecha, el esculpido respaldo<br />

de un banco a la izquierda, el paseo de robles jóvenes que comenzaba al otro lado del seto de<br />

madreselva, y una herradura recién forjada, un ejemplar de coleccionista (mucho más grande y brillante<br />

que esas otras tan herrumbrosas que solía encontrar en la playa), centelleando en el polvo rojizo de la<br />

avenida. El recuerdo de este recuerdo tiene sesenta años más que este último, pero es mucho menos<br />

raro. Una vez, en 1908 o 1909, tío Ruka se entusiasmó por la lectura de unos libros franceses para niños<br />

que había encontrado casualmente en nuestra casa; con un gemido de éxtasis, localizó un fragmento<br />

que le había encantado de pequeño, y que empezaba así: «Sophie n'était pas jolie...», y al cabo de<br />

muchísimos años mi propio gemido repitió el suyo como un eco, con ocasión de haber vuelto a descubrir,<br />

en unas habitaciones infantiles, y por azar, aquellos mismos volúmenes de la «Bibliothèque Rose», con<br />

sus historias de niños y niñas que vivían en Francia una idealizada versión de la vie de château que mi<br />

familia llevaba en Rusia. Los relatos en sí (Les Malheurs de Sophie, Les Petites Modeles, Les Vacances<br />

y todos los demás) son, tal como ahora he nodido comprobar, una espantosa mezcla de afectación y<br />

vulgaridad; pero la sentimental y presumida Mme. de Segur, née Rostopchine, no hacía otra cosa al<br />

escribirlos que afrancesar el verdadero ambiente de su infancia rusa, que precedió la mía exactamente<br />

en un siglo. En mi propio caso, cuando vuelvo a encontrarme con los problemas de Sophie —sus<br />

despobladas cejas y su pasión por la nata— no sólo experimento el mismo dolor y el mismo placer que<br />

mi tío, sino que además tengo que sobrellevar una carga adicional: el recuerdo que conservo de él, en el<br />

momento en que revivió su propia infancia con ayuda de estos mismos libros. Vuelvo a ver nuestra aula<br />

de Vyra, las rosas azules del empapelado, la ventana abierta. El reflejo de ésta llena por completo el<br />

espejo ovalado que se encuentra encima del diván de cuero en el que está sentado mi tío, recreándose<br />

en un libro muy deteriorado. Cierta sensación de seguridad, de bienestar, de calor veraniego empapa mi<br />

<strong>memoria</strong>. Aquella robusta realidad convierte el presente en un fantasma. El espejo rebosa de

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