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La fabulosa historia de los pelayos

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acumuladas, <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> un millonario alemán y por <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> todos <strong>los</strong> peligrosos<br />

americanos, entre <strong>los</strong> que había dos ex campeones mundiales. <strong>La</strong> noticia hasta<br />

aquí ya era sensacional: por primera vez un español se clasificaba en la última<br />

mesa <strong>de</strong> nueve jugadores asegurándose un premio mínimo <strong>de</strong> quince millones<br />

<strong>de</strong> pesetas.<br />

Yo sabía que con fichas Juan Car<strong>los</strong> era temible. Lo sabía por propia<br />

experiencia en nuestras partidas <strong>de</strong> Madrid. Su principal rasgo era la<br />

agresividad, y suponía que no iba a <strong>de</strong>jar respirar a nadie en la mesa. Como<br />

mínimo lo veía en <strong>los</strong> tres primeros puestos, que le aseguraban al menos sesenta<br />

millones.<br />

Poco antes <strong>de</strong> comenzar la partida me llamó Cecilia. Juan Car<strong>los</strong> estaba<br />

tranquilo <strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l formidable día anterior. No temía al alemán y su<br />

preocupación sería vigilar a Phil Hellmuth, a quien conocía bien <strong>de</strong> partidas<br />

anteriores. Creía que iba a ganar, y ella también lo pensaba. Les había dado<br />

mucha moral el saber que el doble campeón Johnny Chan, que en nuestra película<br />

<strong>de</strong> referencia (Roun<strong>de</strong>rs) aparecía como lo más gran<strong>de</strong> <strong>de</strong> la <strong>historia</strong> <strong>de</strong>l póquer,<br />

había quedado impresionado con el juego <strong>de</strong> Juan Car<strong>los</strong> en la ronda anterior y lo<br />

proclamaba como favorito sorpresa. En ese momento <strong>los</strong> Mortensen sólo conocían en<br />

<strong>La</strong>s Vegas a mi hija Vanesa, que estaba bailando flamenco, y a algún amigo <strong>de</strong>l<br />

póquer. Ningún consejo. Yo me había limitado a entrenarlo en cuestiones<br />

técnicas, fundamentos matemáticos <strong>de</strong>l póquer. Nunca había entrado en psicología,<br />

conocimiento <strong>de</strong>l rival, etc. Juan Car<strong>los</strong> estaba ya muy por encima en estos<br />

terrenos. Había <strong>de</strong>sarrollado tales habilida<strong>de</strong>s en sus quince meses <strong>de</strong> estancia<br />

en América: jugar según su posición en la mesa, in<strong>de</strong>pendientemente <strong>de</strong> las cartas<br />

que tuviera.<br />

En las primeras vueltas Juan Car<strong>los</strong> se puso lí<strong>de</strong>r en cantidad <strong>de</strong> fichas.<br />

Efectivamente el alemán había flojeado, hasta quedar eliminado y acabar en<br />

octava posición. Por cada jugador eliminado Car<strong>los</strong> Mortensen, como le llamaba el<br />

locutor americano, iba asegurándose un premio <strong>de</strong> bastantes más millones. De<br />

pronto se produjo un momento clave. Le juegan fuerte, todos se tiran y sólo<br />

queda Juan Car<strong>los</strong>, que acepta el envite. No tiene mucho, una Q y una J.<br />

Sorpren<strong>de</strong> que quiera con tan poco, pero él comenta en voz alta que habiendo una<br />

dama en la mesa y consi<strong>de</strong>rando que el otro jugador no ha subido al recibir las<br />

cartas, supone que <strong>de</strong>be <strong>de</strong> tener Q y diez. Esto es lo que justamente tiene<br />

cuando al per<strong>de</strong>r enseña las cartas. <strong>La</strong> exclamación <strong>de</strong>l público <strong>de</strong> la sala parece<br />

resonar en internet. Juan Car<strong>los</strong>, a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> ir ganando, da espectáculo para las<br />

cámaras <strong>de</strong> televisión que retransmiten para un canal especializado. Un<br />

<strong>de</strong>sconocido, <strong>de</strong> un país lejano y primitivo, dando un show en <strong>La</strong>s Vegas. ¿Cómo<br />

había aprendido tanto <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que llegó a América?<br />

Cuando sólo quedaban cuatro jugadores llegó el gran momento <strong>de</strong> la noche y<br />

quizá uno <strong>de</strong> <strong>los</strong> tres más gran<strong>de</strong>s e influyentes en la <strong>historia</strong> <strong>de</strong>l póquer. Juan<br />

Car<strong>los</strong> me contó <strong>de</strong>spués que estaba esperando que uno <strong>de</strong> <strong>los</strong> jugadores que él<br />

mejor conocía se tirara un buen farol, aprovechando jugar <strong>de</strong> postre o último. En<br />

esa posición puso veinte millones <strong>de</strong> pesetas en la mesa. Todos se tiraron y Juan<br />

Car<strong>los</strong>, que no tenía nada (una Q y un ocho <strong>de</strong> distinto color), le subió a<br />

cuarenta millones. Más tar<strong>de</strong>, en Madrid, me explicó que había estudiado mucho<br />

<strong>los</strong> gestos <strong>de</strong> este jugador y que había percibido un ligero tic cuando faroleaba.<br />

Él estaba esperando ese momento y había advertido el mismo tic. Estaba seguro,<br />

era un farol, y faroleando él a su vez pretendía que el otro tirara las cartas.<br />

Este jugador, un profesional <strong>de</strong> primera línea, suponía que Juan Car<strong>los</strong>, que<br />

llevaba toda la noche subiendo, estaba efectivamente echando un farol. Subió a<br />

sesenta millones y Juan Car<strong>los</strong>, sin dudar un segundo (acción clave), se jugó su<br />

resto, todas sus fichas, que representaban más <strong>de</strong> veinte millones. Fue <strong>de</strong>masiado<br />

para el americano (no creía posible más faroles, <strong>de</strong>claró <strong>de</strong>spués a una revista<br />

especializada). Le suponía a Juan Car<strong>los</strong> una pareja <strong>de</strong> ases. Él parece que tenia<br />

as y seis <strong>de</strong> distinto color, jugada muy superior a la real <strong>de</strong> su rival, pero<br />

inútil si tenía la pareja alta que le suponía. Tiró las cartas. Juan Car<strong>los</strong> no<br />

tenía que enseñar las suyas, pero lo hizo para aterrorizar a <strong>los</strong> contendientes<br />

que quedaban. Cuando el público vio la dama y el ocho, ahogó las palabras<br />

incrédulas <strong>de</strong>l locutor <strong>de</strong> internet. Había ganado ciento cuarenta millones en un<br />

doble farol. Yo no supe qué hacer a las cinco <strong>de</strong> la madrugada, solo en mi

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