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La fabulosa historia de los pelayos

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que produjo en el ambiente cierto grado <strong>de</strong> inquietud, no por «el qué dirán»,<br />

sino por «lo que pueda pasar», que no era poco. No obstante, el sentido común<br />

hizo que esa relación se rompiera con la misma facilidad con que habla surgido y<br />

la sangre no llegó al río.<br />

Pero lo increíble era que a pesar <strong>de</strong> lo notable que volvía a ser nuestra<br />

continua presencia en el casino <strong>de</strong> Madrid y nuestra progresiva imbricación en la<br />

vida diaria <strong>de</strong> muchos <strong>de</strong> <strong>los</strong> trabajadores <strong>de</strong> por allí, <strong>los</strong> problemas, que ya<br />

habían empezado a asomar en otros casinos más pequeños que habíamos visitado,<br />

tardaron en dar la cara, y aquel <strong>de</strong>tective que nos pusieron para que siguiese a<br />

Guillermo y a Nines todavía tardó unos meses, o sea, unos cincuenta millones <strong>de</strong><br />

pesetas más en aparecer. No es que entonces fuésemos plenamente conscientes <strong>de</strong><br />

la importancia <strong>de</strong> hacernos notar en exceso o no, pero la realidad es que todavía<br />

trabajábamos a gusto en Madrid, y quizá eso no nos ayudó a cuidar <strong>de</strong>masiado esa<br />

faceta «<strong>de</strong> tapadillo», que años más tar<strong>de</strong> consi<strong>de</strong>raríamos esencial para el<br />

trabajo <strong>de</strong> la flotilla.<br />

Una <strong>de</strong> las razones <strong>de</strong> dicho retraso, a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> la dura huelga que se estaba<br />

llevando a cabo a lo largo <strong>de</strong> ese año, quizá fuera el <strong>de</strong>spiste que se organizó<br />

gracias a una especie <strong>de</strong> «revolución» ejecutiva que estalló <strong>de</strong> la mano <strong>de</strong> un<br />

avezado directivo, que convenció al consejo <strong>de</strong> dirección <strong>de</strong>l casino <strong>de</strong> que lo<br />

que se <strong>de</strong>bía hacer para mo<strong>de</strong>rnizar el negocio era cambiar radicalmente el<br />

concepto que habla funcionado <strong>los</strong> últimos quince años. De las obsoletas mesas <strong>de</strong><br />

juego se pasó a las <strong>de</strong>slumbrantes máquinas recreativas que tanto resultado<br />

habían dado a <strong>los</strong> bares <strong>de</strong> todo el territorio español. <strong>La</strong> imagen <strong>de</strong>l casino<br />

cambió <strong>de</strong> la noche a la mañana y <strong>de</strong> pronto nos vimos abocados a seguir jugando<br />

ro<strong>de</strong>ados <strong>de</strong> algo que se dio en llamar algo así como «islas <strong>de</strong> juego <strong>de</strong> máquinas»<br />

con su infernal ruido, especialmente cuando a alguien le tocaba algún Jack Pot<br />

(premio gordo) en alguno <strong>de</strong> esos endiablados cacharros multicolores.<br />

Ese flamante directivo consiguió aportar algo todavía más sabroso a la<br />

situación un tanto inestable <strong>de</strong>l local cuando en un brillante golpe <strong>de</strong> efecto<br />

introdujo a una persona <strong>de</strong> su confianza en el equipo <strong>de</strong> jefes <strong>de</strong> sala, quizá con<br />

la sana intención <strong>de</strong> tener la información <strong>de</strong> todo lo que se podía cocer siempre<br />

a «pie <strong>de</strong> obra». Aunque todavía me cuesta creerlo, me insisten una y otra vez en<br />

que aquel personaje se llamaba Paleato y que provenía <strong>de</strong> una familia <strong>de</strong> holgada<br />

experiencia en el pastoreo <strong>de</strong> vacas y ovejas allá en su Asturias natal. A la<br />

hora <strong>de</strong> <strong>de</strong>scribirlo, es mucho mejor no hacerlo y pasar página para mayor<br />

tranquilidad <strong>de</strong>l lector, pero en cualquier caso se pue<strong>de</strong> <strong>de</strong>cir que por don<strong>de</strong><br />

pasaba, la intranquilidad era la nota común. Lo que sí es cierto es que la<br />

imagen que transmitía al público y sus subordinados siempre fue altamente<br />

apreciada en <strong>los</strong> horarios más tardíos o en <strong>los</strong> más aburridos <strong>de</strong> dicho negocio.<br />

Ni corto ni perezoso, empezó a mandar —que para algo le habían puesto allí—,<br />

sin que su bagaje profesional en el mundo <strong>de</strong>l manejo <strong>de</strong> la cabaña bovina y<br />

posteriormente <strong>de</strong>l sector textil, que es <strong>de</strong> don<strong>de</strong> acababa <strong>de</strong> aterrizar, le<br />

impidiese tomar <strong>de</strong>cisiones sobre cierres y recuentos <strong>de</strong> mesa, o cambios <strong>de</strong> turno<br />

en pocos segundos y sin ruborizarse. Al parecer, era una <strong>de</strong> esas personas<br />

supuestamente incomprendidas, pero la verdad es que no era consciente <strong>de</strong> ese<br />

aspecto ni <strong>de</strong> muchos otros. Así que <strong>de</strong>cidió que, mientras <strong>los</strong> otros acabarían<br />

ejecutando sus ór<strong>de</strong>nes, apostaría por <strong>de</strong>sarrollar sus inexploradas capacida<strong>de</strong>s<br />

en el terreno <strong>de</strong> las relaciones públicas.<br />

—Pues la verdad es que a su parterre se le nota que es una persona muy<br />

amigable. Vamos, que tiene un gracejo especial —le contaba con cierta soltura a<br />

un cliente.<br />

—Bueno, eso será porque es <strong>de</strong>l sur, <strong>de</strong> Andalucía.<br />

—No, si ya se lo había notado yo por el eje —se apresuraba a matizar.<br />

También se atrevía con <strong>los</strong> clientes extranjeros, a <strong>los</strong> que siempre refería en<br />

sus diálogos alguna que otra conversación mantenida con otros extranjeros,<br />

entendiendo que eso le otorgaba cierto carácter <strong>de</strong> compadreo con quien estuviese<br />

hablando. Por ejemplo con Sigmund, que era un cliente alemán <strong>de</strong> toda<br />

la vida.<br />

—El otro día estuve charlando con el señor Angello, que es <strong>de</strong> lo más educado.<br />

—Pues, la verdad es que no conozco <strong>de</strong> nada a ese señor —contestaba Sigmund sin<br />

levantar <strong>de</strong>masiado la mirada <strong>de</strong>l tapete.

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