Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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con el fragor de las armas y de los discursos, y que sembró la destrucción y el crimen entre hermanos. A ella se sumó la peste, el tifus, que en el curso de tres años asoló a la ciudad de Pericles, y que ellos (naturalmente) juraban que procedía de Egipto. Pero ahora habían muerto Pericles, Cleón y Brasides; habían muerto los contrarios, los atenienses y el de Esparta, y se presentía el fin inmediato de las hostilidades: ¡la paz!, ¡la paz! que pregonaba Aristófanes. Brillaba el sol en su calva; en los aretes y las sortijas de Alcibíades; en mi lapislázuli; en la dentadura de Strongylión; y los paseantes y mercaderes se volvían a observarnos y a comentar el perro sin cola. De tanto en tanto, pasaba a nuestra vera, estruendoso, un guerrero de coraza deslumbrante, emplumado casco y túnica púrpura, tan bien alimentado, tan intacto y tan bruñido, que era patente que ni venía de la guerra ni a ella iba. Lo señalaban, maravillados, los alfareros, los que elaboraban el cuero y el bronce, los fabricantes de sandalias y botas, los masajistas de los baños, hábiles en aceitar, los múltiples procuradores de una existencia más amable, ansiosos de que el dinero circulase en los accesos de sus covachuelas. Arriba, arriba, allende las murallas, a nuestra derecha, la Acrópolis acumulaba los testimonios de su celebridad. A Aristófanes le dio por hablar de pájaros. Era un experto; los apuntaba con el índice en el que fulguraba yo: —¡Un mirlo!, ¡un cuclillo!, ¡un torcaz...!, y allá..., allá..., ¡una alondra! Inesperadamente, la noble señora que nos seguía se arrimó al poeta, alzó la máscara, pero sin taparse con ella la faz, más bien como si manejase un abanico, y le susurró al oído algo, algo que desató su risa, y ella también rompió a reír, pero con tal discreción que ninguno oyó aquella manifestación de su regocijo, fuera de este Escarabajo que parece ser el único que tuvo en cuenta su presencia prestigiosa. Riendo, el comediógrafo produjo unas tabletas y un estilete y, sin detenerse, se puso a escribir. —¡Los pájaros! —exclamó—. Una obra que se titule así: «Los Pájaros»... con un coro de aves cantando: «toro toro toro toro totinx, kikkabau, kikkabau, toro toro toro toro, totilinx...» Y un pájaro con un penacho similar al de ese héroe sin batallas con quien acabamos de cruzarnos, que charle y charle... que dispute... en una ciudad que los pájaros construyan... entre Atenas y el Olimpo... y que se llamará... —¡Nefeloccigia! —gritó Alcibíades—, ¡la ciudad de las nubes y de los cuclillos, de los cucús! Aprobó la dama en el conducto auditivo del poeta, y éste recitó: —Nefeloccigia... Nefeloccigia... tendrá una fortaleza de cigüeñas, y el gallo será su jefe... ¡ah... una paloma... buena señal!, ¡y un ruiseñor, un príncipe de pájaros! Otro que no fuese yo, lego en mitología helénica, hubiese deducido ya quién era la que no nos perdía pisada: yo tardé en atar cabos y en concluir que la obstinada acompañante de Aristófanes era Talía, Musa de la Comedia, la cual, no disponiendo a la sazón de otro intelectual a quien consagrarle su tiempo y profesional ejercicio, se entretenía en inspirar a mi propietario, y estaba de rato en rato soplándole ideas en la oreja expectante. ¡Qué Musa empeñosa...! ¿Cómo iba a reconocer yo a alguien de condición divina, en un ser tan opuesto a los dioses egipcios? ¡Si por lo menos hubiese tenido la cabeza de rana o de ibis...! Y Aristófanes en cualquier momento recurría al estilete... Formaban una pareja ejemplar, más aún por el hecho de que ella fuese inaudible e invisible. Habíamos comenzado a subir la cuesta de la colina sacra: el Escritor, el Elegante, el Pintor, el Escultor, la Musa y el Escarabajo. Se dirá de mí, del talismán de la Reina Nefertari, lo que se quiera; se me acusará de inepto, de nulo, de rústico, de novato, de vulgar, de lo que se quiera; cada cual con su opinión; no me importa: soy esencialmente sincero, y a mí la Acrópolis que dejaba boquiabierto a todo el mundo, y en la que bajo Pericles trabajaron veinte mil hombres, libres o esclavos, me pareció feísima. Espantosa: como suena. Muchísimo más tarde, cuando regresé allá, llevado por Mrs. Dolly Vanbruck y por Mr. Jim, la consideré con ojos distintos, pero también es cierto que se había transfigurado y depurado, y en nada, en absolutamente nada, recordaba a la que conocí durante el siglo y antes de la era actual. Asimismo se me puede acusar de nacionalista, de patriotero, de racista, de nilista (del Nilo, a no confundir con nihilista), de africano, de negro sudanés... No me importa. A mí 46 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

con el fragor de las armas y de los discursos, y que sembró la destrucción y el crimen<br />

entre hermanos. A ella se sumó la peste, el tifus, que en el curso de tres años asoló a la<br />

ciudad de Pericles, y que ellos (naturalmente) juraban que procedía de Egipto. Pero<br />

ahora habían muerto Pericles, Cleón y Brasides; habían muerto los contrarios, los<br />

atenienses y el de Esparta, y se presentía el fin inmediato de las hostilidades: ¡la paz!, ¡la<br />

paz! que pregonaba Aristófanes. Brillaba el sol en su calva; en los aretes y las sortijas de<br />

Alcibíades; en mi lapislázuli; en la dentadura de Strongylión; y los paseantes y<br />

mercaderes se volvían a observarnos y a comentar el perro sin cola. De tanto en tanto,<br />

pasaba a nuestra vera, estruendoso, un guerrero de coraza deslumbrante, emplumado<br />

casco y túnica púrpura, tan bien alimentado, tan intacto y tan bruñido, que era patente<br />

que ni venía de la guerra ni a ella iba. Lo señalaban, maravillados, los alfareros, los que<br />

elaboraban el cuero y el bronce, los fabricantes de sandalias y botas, los masajistas de<br />

los baños, hábiles en aceitar, los múltiples procuradores de una existencia más amable,<br />

ansiosos de que el dinero circulase en los accesos de sus covachuelas. Arriba, arriba,<br />

allende las murallas, a nuestra derecha, la Acrópolis acumulaba los testimonios de su<br />

celebridad.<br />

A Aristófanes le dio por hablar de pájaros. Era un experto; los apuntaba con el índice en<br />

el que fulguraba yo:<br />

—¡Un mirlo!, ¡un cuclillo!, ¡un torcaz...!, y allá..., allá..., ¡una alondra!<br />

Inesperadamente, la noble señora que nos seguía se arrimó al poeta, alzó la máscara,<br />

pero sin taparse con ella la faz, más bien como si manejase un abanico, y le susurró al<br />

oído algo, algo que desató su risa, y ella también rompió a reír, pero con tal discreción<br />

que ninguno oyó aquella manifestación de su regocijo, fuera de este <strong>Escarabajo</strong> que<br />

parece ser el único que tuvo en cuenta su presencia prestigiosa. Riendo, el comediógrafo<br />

produjo unas tabletas y un estilete y, sin detenerse, se puso a escribir.<br />

—¡Los pájaros! —exclamó—. Una obra que se titule así: «Los Pájaros»... con un coro de<br />

aves cantando: «toro toro toro toro totinx, kikkabau, kikkabau, toro toro toro toro,<br />

totilinx...» Y un pájaro con un penacho similar al de ese héroe sin batallas con quien<br />

acabamos de cruzarnos, que charle y charle... que dispute... en una ciudad que los<br />

pájaros construyan... entre Atenas y el Olimpo... y que se llamará...<br />

—¡Nefeloccigia! —gritó Alcibíades—, ¡la ciudad de las nubes y de los cuclillos, de los<br />

cucús!<br />

Aprobó la dama en el conducto auditivo del poeta, y éste recitó:<br />

—Nefeloccigia... Nefeloccigia... tendrá una fortaleza de cigüeñas, y el gallo será su jefe...<br />

¡ah... una paloma... buena señal!, ¡y un ruiseñor, un príncipe de pájaros!<br />

Otro que no fuese yo, lego en mitología helénica, hubiese deducido ya quién era la que<br />

no nos perdía pisada: yo tardé en atar cabos y en concluir que la obstinada acompañante<br />

de Aristófanes era Talía, Musa de la Comedia, la cual, no disponiendo a la sazón de otro<br />

intelectual a quien consagrarle su tiempo y profesional ejercicio, se entretenía en inspirar<br />

a mi propietario, y estaba de rato en rato soplándole ideas en la oreja expectante. ¡Qué<br />

Musa empeñosa...! ¿Cómo iba a reconocer yo a alguien de condición divina, en un ser tan<br />

opuesto a los dioses egipcios? ¡Si por lo menos hubiese tenido la cabeza de rana o de<br />

ibis...! Y Aristófanes en cualquier momento recurría al estilete... Formaban una pareja<br />

ejemplar, más aún por el hecho de que ella fuese inaudible e invisible.<br />

Habíamos comenzado a subir la cuesta de la colina sacra: el Escritor, el <strong>El</strong>egante, el<br />

Pintor, el Escultor, la Musa y el <strong>Escarabajo</strong>.<br />

Se dirá de mí, del talismán de la Reina Nefertari, lo que se quiera; se me acusará de<br />

inepto, de nulo, de rústico, de novato, de vulgar, de lo que se quiera; cada cual con su<br />

opinión; no me importa: soy esencialmente sincero, y a mí la Acrópolis que dejaba<br />

boquiabierto a todo el mundo, y en la que bajo Pericles trabajaron veinte mil hombres,<br />

libres o esclavos, me pareció feísima. Espantosa: como suena. Muchísimo más tarde,<br />

cuando regresé allá, llevado por Mrs. Dolly Vanbruck y por Mr. Jim, la consideré con ojos<br />

distintos, pero también es cierto que se había transfigurado y depurado, y en nada, en<br />

absolutamente nada, recordaba a la que conocí durante el siglo y antes de la era actual.<br />

Asimismo se me puede acusar de nacionalista, de patriotero, de racista, de nilista (del<br />

Nilo, a no confundir con nihilista), de africano, de negro sudanés... No me importa. A mí<br />

46 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

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