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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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aire insolente. A su vera brincaba un perro de espléndida raza, cuya armonía rivalizaba<br />

con la suya, y al cual, extraña y cruelmente, le habían cortado la cola. Venían riendo los<br />

cuatro, porque aquel personaje les decía que los atenienses jamás debían tocar la flauta,<br />

que deforma la boca, y es cosa de bárbaros. Supuso Simaetha que ese joven señor<br />

orgulloso era Aristófanes, transformado por diez años de gloria e, internándose en el<br />

patio, escoltada por Myrrhina, lo saludó bajo ese nombre y acentuó el contoneo de las<br />

fuertes caderas. Levantó una ceja el interpelado, a buen seguro divertido y, señalándole<br />

a sus satélites, los fue enumerando con un leve ceceo que le añadía gracia.<br />

—Éste, decano nuestro, es Agatharkos de Samos, el primero que pintó decoraciones<br />

teatrales, usando telas montadas sobre ruedas o suspendidas como tapices, y a quien<br />

tuve que raptar en mi casa, hurtándolo durante meses a su clientela, para que la<br />

adornase con su pincel. Éste es Strongylión, broncista conspicuo por sus esculturas de<br />

animales, de quien vamos a admirar ahora, en la Acrópolis, el enorme Caballo de Troya<br />

que ha colocado ahí. Y éste, calvo, mal pese a su juventud, éste sí es el ilustre<br />

Aristófanes, acicate de Eurípides, del tirano Cleón, por (fin muerto, y de mi maestro<br />

Sócrates, que sin embargo lo elogia. En cuanto a mí, te contarán que me llamo<br />

Alcibíades, que soy sobrino de Pericles, que le he cortado a mi perro el rabo, a fin de<br />

atraer la atención estúpida, que me gusta vivir bien y que no sirvo de nada. Y, para<br />

terminar, aquella que con tanto arte abofeteó a sus vástagos, es la esposa fiel de nuestro<br />

comediógrafo, cuyos hijos afables nos contemplan como si fuésemos Gorgonas.<br />

Sorprende, por supuesto, que habiéndose dado el trabajo de presentarlos a lodos,<br />

Alcibíades no mencionase a la gran clama, dueña de tanta nobleza física que excedía a la<br />

del revoltoso ateniense, con ser ésta mucha, pero ni ella se inmutó, ni ninguno se lijó en<br />

lo que resultaba una elemental descortesía. Por otra parte, Simaetha y Myrrhina<br />

trasladaron su curiosidad del aristócrata de barba rizosa al escritor de barba incipiente y<br />

despoblado cráneo, no bien supieron que era aquél el que buscaban y no el atildado y<br />

atrevido galán.<br />

—¡Ay, Aristófanes, querido Aristófanes —gorjeó Simaetha, pronta a enmendar su error—,<br />

no has cambiado ni un ápice desde que en Naucratis te tuvimos por amigo!<br />

Se demudó el poeta:<br />

—¿En Naucratis? Jamás estuve allí. Terció Myrrhina:<br />

— ¡Ay, Aristófanes, querido Aristófanes! Con razón repiten que no hay, en la entera<br />

Grecia, nadie tan bromista como tú. ¿Cómo puedes afirmar que nunca estuviste en<br />

Naucratis, cuando nos consta que naciste allí?<br />

Iba el literato montando en cólera, con lo que se le encendía la faz, para regocijo de<br />

Alcibíades.<br />

—¿Yo...?, ¿nacido en Naucratis de Egipto...? Has de saber, mujer entrometida, que<br />

me honra haber visto la luz en Atenas, como hijo de Filipo Ateniense, del demos<br />

Cidatene y de la tribu de los Pandiónidas. Tocóle a Simaetha el turno:<br />

—¡Ay, Aristófanes, querido Aristófanes! No niegues lo que en Naucratis sabe cualquiera.<br />

No nos lo niegues sobre todo a nosotras, que cuando apenas contabas catorce años y el<br />

bozo no te asomaba todavía, te recibimos virgencito y te hicimos hombre.<br />

Retumbaron en el patio las carcajadas de Alcibíades (en ese instante me percaté de que<br />

era el único que usaba pendientes, de oro), de Agatharkos y de Strongylión, mientras<br />

que la esposa del comediógrafo se apresuraba a llevarse a los niños de ojos muy atentos,<br />

para que no escucharan obscenidades, como si éstas no sonasen de continuo en la casa<br />

del autor de «Las Nubes» y de «Las Avispas».<br />

—Yo... yo... —barbotó, iracundo, el acusado, en tanto que las dos forasteras parecían<br />

próximas a reiterar la danza voluptuosa del Sicinnis, esa que terminó de desmayar a<br />

Amait y de enloquecer a sus nietos, pues se lanzaron, simultáneamente, a cimbrear el<br />

vientre y las nalgas, entre los aplausos del arrogante Alcibíades y de los dos artistas.<br />

—¡Basta! —rugió Aristófanes, avanzando hacia ellas—, ¡basta, por Zeus! ¡Soy ateniense,<br />

como mi padre, como mi abuelo, y no os conozco!<br />

—Sin embargo —acotó, displicente, Alcibíades—, ahora recuerdo que cuando el<br />

demagogo Cleón, a quien con tanta furia útil atacabas, te inició el proceso para<br />

despojarte de la ciudadanía, mantuvo que no eras de Atenas, que eres un meteco, un<br />

44 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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