Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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enamoré de Nefertari; y a la Sierpe-Diosa, la Amante del Silencio, que en los valles<br />
fúnebres acecha, desde lo alto de las colinas tebanas, los cortejos de los dioses y los<br />
príncipes que van, por la noche, de tumba en tumba. Sí: he conocido diversas<br />
serpientes; más larde aparecieron algunas más. Se mirará, entonces, con indulgencia, al<br />
verdadero placer con que recibí el abrazo de la que Sofrénelo cinceló para mí.<br />
Póstumamente, desde el fondo del mar de Grecia, le expreso mi gratitud por su refinado<br />
proceder al barbón de Naucratis, cuya incultura disimulaba (como comprobamos en<br />
tantas oportunidades) un temperamento exquisito.<br />
Extasióse Simaetha al recibirme de manos de Sofreneto, a quien debo considerar,<br />
después de Nehnefer, mi segundo padre, ya que los dos dieron sucesiva conformación a<br />
mi cuerpo. Quizá sería más justo llamarlos a ambos, por ser yo la consecuencia de su<br />
parlo conjunio, mis madres, y a Khamuas, el hechicero, el que me otorgó la<br />
individualidad, mi padre, pero éste es un lema peliagudo, acaso resbaladizo, que<br />
probablemente rozará la impiedad y hasta la blasfemia, y que por ende conviene no<br />
menear. Dudo, por lo demás, de que a Sofrénelo y a Nehnefer les hiciera gracia que los<br />
clasificasen de madres mías ni de ningún otro.<br />
La cortesana me encerró en una arqueta, a la cual guardó en lo más recóndito de uno de<br />
los numerosos atados y atadijos que integraban su complejo equipaje. Una vez ahí<br />
dentro, más sofocado y cegado que cuando mi ama me depositó en el desfiladero de su<br />
busto, perdí la noción de cuanto acontecía. Inferí de sacudimientos, tropezones,<br />
balanceos y caídas, que me transportaban por tierra y por mar, y sólo semanas más<br />
tarde torné a conquistar la felicidad de la luz, pues Myrrhina deshizo los sucesivos nudos<br />
que clausuraban mi cárcel, y al sacarme de la arqueta, me ofreció el espectáculo de las<br />
redondeces suyas y de su socia, ataviadas con sus más caras posesiones. Estaban,<br />
evidentemente, muy nerviosas; se atropellaban buscando potes de albayalde, para<br />
intensificar el blanqueo espectral de sus rostros; se perfumaban las erguidas y torturadas<br />
trenzas con el costoso olíbano y el terebinto que trajeron de su Neucralis natal; se<br />
ordenaban los pliegues de los peplos audaces; se consultaban sobre sus beldades<br />
respectivas, agregando negro al párpado y rojo a la boca.<br />
Al cabo de buen rato, tomaron la calle. Yo iba en la arqueta, llevado por Myrrhina, y no<br />
recuperé la sensación de que la tapa se abriese, hasta encontrarme, de súbito, en lo que<br />
debía de ser el patio de una casa similar a las de Naucratis, por su distribución aparente,<br />
aunque de obvio mayor lujo. Dos mujeres estaban allí y tres niños pequeños. De las<br />
primeras, la una era joven, común, descuidada, desgreñada, afanosa; se agitaba dando<br />
órdenes al esclavo que, para lavar el patio, surgió con un balde; y la segunda, una dama<br />
sin edad, de alto y transparente señorío, grave, lenta y como desentendida de lo que<br />
pasaba a su alrededor, y hasta de la grita de los chicuelos caprichosos, mimados,<br />
traviesos, perseguidores del esclavo y enemigos de su tarea. La mal entrazada repartía<br />
sopapos entre los tres demonios, que redoblaron los chillidos, en momentos en que mis<br />
viajeras alhajadas y pintorreadas, cargadas de sonrisas, de reverencias y de<br />
ondulaciones, aparecieron en la puerta del patio, con lo cual se produjo un total silencio.<br />
Dirigióse Simaetha a la de facha peor, lo cual me asombró, pues lo lógico era que eligiese<br />
por interlocutora a la gran dama que ni paró mientes en nuestra presencia, conservando<br />
los ojos elevados al cielo, y le manifestó su deseo de saludar al eximio Aristófanes, a<br />
quien desde la adolescencia conocía. Le replicó la mujer con tono desabrido, que no sería<br />
posible, pues el poeta estaba trabajando y no atendía a nadie. Fue entonces cuando<br />
Myrrhina alzó la tapa del cofrecillo, y al dar la luz. solar sobre mí, el azul de mi caparazón<br />
se encendió como si llameara. Eso despertó el interés codicioso de la amazona; estiraron<br />
los niños los bracitos ávidos hacia mi terror; y la dama preclara semisonrió, distante.<br />
Pero no tuvo tiempo la agria mujer, visible genitora de los tres perversos, para replicar y<br />
eventualmente apoderarse de mí, porque se oyeron voces masculinas, y por la escalera<br />
que a la izquierda comunicaba con el piso superior, se vio que cuatro caballeros<br />
descendían.<br />
Sólo uno de ellos había sobrepujado largamente la treintena, y el menor se destacaba<br />
por su clásica belleza excepcional, por la suntuosidad y elegancia de su atuendo, y por su<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 43<br />
<strong>El</strong> escarabajo