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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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Por ventura ¡alabado sea Khepri!, añadió que quería que el engaste se aplicase de modo<br />

que se pudieran apreciar mis dos caras, también (puntualizó adhiriendo al juicio del<br />

bárbaro) a fin de que se distinguiese la que con sus jeroglíficos refrendaba tal vez mi<br />

vínculo con el lejano rey Akhnatón. ¡Qué furia y qué yunta de asnos! ¿Por qué me<br />

mezclaban con un faraón de la dinastía XVIII, cuando yo pertenezco a la XIX, y sobre<br />

todo pertenezco a Nefertari, «por la que el Sol se eleva», la Osiriaca, Señora del Alto y<br />

Bajo Egipto, Justificada ante el Gran Dios? No me alcanzó el tiempo para alimentar mi<br />

indignación devotísima, pues Simaetha y el joyero Sofreneto trataban un tema que me<br />

tocaba en lo más profundo: mi próximo destino.<br />

Bruscamente, fui informado de la existencia de Aristófanes. Como Sofréneto y las dos<br />

gruesas pecadoras cloqueaban y maullaban, me costó traducir su cacofonía. Saqué en<br />

claro, por fin, que Aristófanes era un escritor y que componía comedias, cosas de burlas;<br />

que tendría alrededor de treinta años y había nacido en Naucralis, si bien él mismo<br />

sostenía que era natural de Atenas y algunos le daban por patria a Egina y aun a Rodas;<br />

que el padre sí era ateniense; que ellos recordaban nítidamente su origen (los tres) pues<br />

se habían cruzado en centenares de ocasiones con el muchacho, y era tan naucrático<br />

como el más naucratense; que quien lo recordaba con más pormenores era Simaetha, la<br />

cual se apropió de su virginidad a los catorce años, con la eficaz colaboración de<br />

Myrrhina, un lustro antes de que el efebo se largase para Atenas; que después el joven<br />

había ganado fama y mucha, gracias a las comedias en cuestión; y para coronar el<br />

diálogo, proclamó Simaetha que, retiradas ambas de los azares del alegre negocio,<br />

habían determinado irse en pos de aquel hombre de éxito, que las tendría bien<br />

presentes, «porque ningún hombre —sentenció la experimentada Myrrhina— olvida a<br />

quienes le brindaron el favor de desflorarlo», y se acomodaría a hacerlas partícipes, de<br />

alguna manera, de su biografía rumbosa y triunfal; con cuyo objeto y como regalo<br />

magnífico, le llevaban una sortija con un gran escarabajo de lapislázuli, destinado a<br />

acarrearle (y a ellas por añadidura) harta suerte.<br />

—Si, como pienso, y jamás me engaño —dijo el barbón, meneando la cabeza—, la cartela<br />

corresponde al rey hereje, la suerte no será buena, sino mala.<br />

—En tal caso —negó, rotunda, Simaetha—, aquí no hay Amenofis que valga. Y cuidado<br />

con repetirlo.<br />

Esa declaración me valió descartar de mis alrededores la sombra riesgosa de Akhnatón,<br />

que trae desgracia, pero me dejó sin antecedentes ni referencias. Para las dos busconas,<br />

los signos que atestiguan mi vínculo estrecho con la divina Nefertari, se<br />

metamorfosearon en dibujitos inocuos. Se encogió de hombros el joyero, y en eso<br />

quedaron; yo hubiera debido sentirme híbrido y neutral, pero no hay nada más opuesto a<br />

mi idiosincrasia: mientras Sofreneto me manipulaba y hacía de mí (que primero fui<br />

brazalete e independiente después) una sortija, ni un instante cesé de invocar,<br />

aferrándome idolátricamente a su memoria, a la Reina Nefertari, tabla de salvación de mi<br />

auténtica personalidad. Por supuesto, la imagen de ese Aristófanes desconocido, de ese<br />

poeta irónico en quien mis herederas del momento cifraban tantas esperanzas, surgía de<br />

repente, oculta la faz bajo el embozo, junto al hornillo del orfebre, para inquietarme. Y<br />

Sofreneto, de cuya ignorancia y torpeza me resigné a ser el depositario, pues abrigaba la<br />

absoluta certidumbre de que su engarce conspiraría contra la serenidad de mi<br />

hermosura, me desconcertó y encantó, pues le debo un aporte que fue indivisible de mí<br />

durante larguísimo espacio, que me añadió prestigio y que no he parado de querer y<br />

admirar. En vez del simple círculo de oro que propuso Simaelha, su imaginación modeló<br />

una delicada serpiente que rodearía el dedo del comediógrafo, y con su boca áurea se<br />

afirmaba al metálico encuadre de mi figura, por un lado, mientras que por el otro, el<br />

extremo de su cola, retorciéndose, se adhería a la parte opuesta del citado contorno. Mi<br />

relación con las serpientes se remonta a las raíces más distantes: a la selva de Kunduz,<br />

poblada de tigres y de ofidios silbadores, cerca de Badakhshan, de donde le trajeron mi<br />

lapislázuli al rey de Babilonia; y luego a mi amistad con el uraeus, la cobra que se<br />

elevaba sobre las frentes de Nefertari y de Ramsés; y al enorme pitón que se despereza,<br />

se estira y recorre el Nilo sagrado, y presumo ascendió de su acuático lecho y me tocó<br />

ligeramente, como el pez. Oxirrinco, en la hundida mano de la Reina, el día en que me<br />

42 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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