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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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sacudirlo, con lo que el pobre terminó por despertar, visto lo cual lo devoraron a besos,<br />

sembrando las muestras afectuosas con vocablos de gratitud y con alabanzas de su<br />

comportamiento varonil, mientras Amait clamaba por agua, porque le ardían los labios, el<br />

paladar y la lengua. Lo refrescaron y, como es de imaginar, la cariñosísima actitud<br />

desconcertó al viejo, pero tuvo que rendirse ante las manifestaciones, cuando los<br />

muchachos agregaron sus frases elogiosas a las de ellas, quienes le repetían que no<br />

extrañase no recordar nada, porque una de las virtudes del Erithraicón es, precisamente,<br />

que quien bebe el zumo de su raíz olvide lo ocurrido y esté dispuesto a recomenzar la<br />

hazaña, en tanto que el Satyrión sobresale por el poder que transmite, y es fama que en<br />

una oportunidad, un mensajero que llevaba a un rey unas plantas de Satyrión, como<br />

regalo de otro, se distrajo en camino mordisqueándolas, y no halló más solución que<br />

enfrentar con éxito setenta veces, con personas a menudo distintas y de sexos distintos<br />

también, tal era su necesidad, las deleitables exigencias de esas hojas excepcionales,<br />

antes de cumplir el encargo.<br />

—¡Setenta veces!<br />

—Setenta veces. Tú, en escala diferente, pero interesante, te has conducido de manera<br />

maravillosa.<br />

Así, como consecuencia de unánimes felicitaciones y palmoteos, Amait se consideró<br />

entonado y rejuvenecido. Lloró, besó con arrebato a las dos cómplices, y les propuso<br />

reanudar al instante las libidinosas experiencias, pero las mujeres se echaron a reír,<br />

arguyendo que con lo realizado les sobraba, que las Tumbaba la fatiga, y que debían<br />

ocuparse de su viaje. Lo levantaron con ayuda de los muchachos, lo vistieron y<br />

empelucaron, y se separaron del anciano lagrimeante y de sus nietos, con redoble de<br />

abrazos generales y recomendaciones de que mirasen por su salud en la empinada<br />

escalera. Seguidamente derrumbáronse rendidas sobre los almohadones y sin preámbulo<br />

se durmieron con la placidez de los justos, de los deportistas y de los que agota el<br />

ejercicio del amor. Yo permanecí también sobre las telas maltrechas, y también me fui<br />

amodorrando, desdeñoso de lo que me reservaba la fortuna.<br />

Hasta el mediodía siguiente se alargó el reposo de mi flamante dueña y de su<br />

acompañante. Rechacé el sopor más temprano, y estuve espiándolas en tanto<br />

cabeceaban y se acurrucaban como criaturas, intercalando en su sueño (lo cual es menos<br />

infantil) amorosos y gozosos suspiros. Asistí a su despertar, a su rápida higiene y<br />

minucioso acicalamiento; las vi triturar de prisa los restos del recocido guisote del día<br />

anterior; y salí con ellas a la calle, amparado, como por dos lechoncitos blancos, por los<br />

dos valiosos pechos de Simaetha, entre los cuales me deslizó la soidisant hetaira. Desde<br />

ese zarandeado asilo, ni pude atisbar ni recoger noticias de por dónde andábamos;<br />

apenas sé que anduvimos bastante. Volví a comunicarme con el mundo externo, cuando<br />

mi propietaria me desembolsó. Al punto deduje, por el diálogo y por la atmósfera, que<br />

habíamos ido a parar a la tienda de un joyero, tal vez de un orfebre. Pero ¡qué diferencia<br />

mediaba entre ese obrador y el de Nehnefer, y este de los Orfebres de Ramsés II, donde<br />

me abrieron los ojos del alma! No había allí discípulos, ni artífices, ni plateros, ni<br />

esmaltadores, ni engarzadores, ni lapidarios; no había nadie, fuera de un hombre tan<br />

añoso como Amait. Tampoco había gemas o joyas o espejos. Nada había. <strong>El</strong> barbón de<br />

barba blanca me estuvo estudiando; me pesó, ignoro por qué, en una balanza; opinó que<br />

quizá fuera antiguo, aunque los escarabajos sagrados con inscripciones de faraones<br />

remotos se imitaban cada vez más; y resumió que, de ser antiguo, pertenecía al reinado<br />

de Akhnatón, Amenofis IV, el Faraón herético, lo que me confirmó la escasa erudición<br />

histórica de aquel animal, a quien Simaetha y Myrrhina prodigaban aplausos,<br />

asegurándole que, como siempre, estimaban la inmediata solidez de sus conocimientos.<br />

A continuación, Simaetha le detalló lo que deseaba. Deseaba que me convirtiese en una<br />

sortija, sujetándome a un aro de oro, para lo cual le confió una cadena de ese mismo<br />

metal.<br />

—¿Vale la pena? —murmuró, escéptico, el barbudo—. Lo tallaron con prolijidad, pero me<br />

parece falso.<br />

—Falso o no, necesito la sortija —continuó la mala puta—. Es para un obsequio.<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 41<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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