Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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concertadas, a cuya aglomeración impuso un voluptuosísimo y vibratorio meneo, hasta<br />
que arrojó al suelo los collares que sujetaban su cabellera, y ésta, suelta, sumó sus giros<br />
y vuelos al entrecerrar de ojos, al fruncir de labios, al rítmico golpear de palmas y a<br />
cuanto artificio desplegó la «Dulzura de Naucratis» para coadyuvar con las divinidades en<br />
la tarea de conmover y estimular a Amait. Pero Amait no se sentía estimulado (quienes<br />
de inmediato recibieron el divino influjo fueron sus nietos, por lo que obviamente colegí);<br />
Amait sintió tal vez que se le nublaba la vista, que en sus venas bramaba locamente el<br />
incendio encendido por el Satyrión, el Serapias, el Erithraicón, la Pimienta, la Cebolla y el<br />
Vino mancomunados y, desalojando la peluca que conservara cuando le mandaron que<br />
se desvistiera (con lo cual su impudor ganó en sordidez); gimió que presentía que iba a<br />
morir.<br />
Se suspendió la danza activante. Gimió Simaetha:<br />
—¡Lechuga!, ¡lechuga! ¡Hay que hacerle comer lechuga!<br />
Y Myrrhina, que la tenía a su alcance por lo que pudiera suceder (y sucedió), se la metió<br />
por fuerza en la boca, y por fuerza logro que masticara y tragara una buena cantidad.<br />
Entretanto, los nietos continuaban inmóviles, como dos armoniosas estatuas: uno con el<br />
candil y el otro con las bandas multicolores. Pareció serenarse un tanto el anciano, no<br />
obstante que resoplaba y ventoseaba como si en sus entrañas luchasen gases temibles.<br />
Lo acostaron en el piso y le deslizaron una almohada bajo la nuca.<br />
—No será nada —dictaminó Simaetha—, ya duerme y es feliz.<br />
Se llegó junto a mi fajado y lo fue desembarazando de los lienzos y filamentos que lo<br />
oprimían, hasta que a un tiempo nos rescató a mí y a la escondida virilidad del mancebo.<br />
Myrrhina tornó a zurrar el parche, y su amiga a remover barriga y caderas, desplazando<br />
el ombligo y hamaqueando los pechos, hasta que los jovencitos, con justificada reacción,<br />
se le abalanzaron. Calló la pandereta, Myrrhina se anexó al revoltijo de músculos y<br />
carnaduras, duros o flojos, y yo, que no lo esperaba, tercié en el entusiasmado tumulto,<br />
y en el revuelo de las misteriosas figurillas pintadas, los naipes futuros, que- Simaetha<br />
atribuyó después al libro secreto de Thot. Escapé de los dedos de la bailarina, quien me<br />
lucía como un realce más, durante la danza del Sicinnis, y me extravié entre tanto<br />
cuerpo frenético y removido, cuyo combate no cesó hasta que los participantes, vencidos<br />
y victoriosos a la par, se rindieron con exacto sincronismo, y se desplomaron,<br />
descoyuntados, desmembrados, como muñecos rotos, conmigo debajo o en el medio,<br />
que no supe ya discriminar a qué sexo correspondía la carne trémula que me aplastaba.<br />
La tregua duró poco, pues no por nada dos de los guerreros contaban quince años, y si<br />
ganaban ahí sus insignias de hombres, perdían sus atributos de vírgenes, lo cual impuso<br />
sucesivos ataques, armisticios de vino y comida, y una paz final que coronó horas de<br />
estrategia vesánica y de heroísmo irrefrenable, para que no faltase, al cabo de la sensual<br />
contienda, un toque musical que no ambicionó ser clarinada, el intranquilo pajarillo que<br />
durante la beligerancia no había parado de saltar, en su jaula, de barrote en barrote, y<br />
que era un simple gorrión, se lanzó a piar lo más marcialmente que pudo. Sólo entonces,<br />
saciados, Simaetha, Myrrhina y los efebos se acordaron de Amait.<br />
Amait, propulsor inicial e inconsciente de estos afortunados episodios, no se había<br />
conmovido en el lapso en que los otros se conmovieron por demás. Continuaba tal como<br />
lo acostaron, roncando ruidosamente, y si alguien aproximaba la nariz a su entreabierta<br />
boca, en seguida la retiraba, porque del interior ascendían efluvios que atoraba el hipo, y<br />
que un poeta dado al juego mitológico hubiese asimilado a las cocciones del Infierno.<br />
Había llegado, quisiéranlo o no, la ocasión de ocuparse de él. Celebraron, pues, un<br />
consejo de guerra los cuatro, y resolvieron lo que ahora se enunciará.<br />
Transportaron cuidadosamente a Amait al refugio de los tapetes y cojines donde se había<br />
desarrollado la batalla, y en el que prevalecían reñidas huellas. Lo tendieron allí,<br />
desnudito, esmirriado, desamparado el costillar y muertas las grandezas; colocáronlo<br />
Myrrhina y Simaetha entre ambas, similarmente desabrigadas pero opulentamente<br />
regaladas por la Madre Natura; distribuyeron a los garzones, que recuperaron la decencia<br />
de sus taparrabos, a distancias convenientes, y les hicieron mantener en alto, como<br />
ofrendas, el candil y la ollita. Una vez organizada la teatral puesta en escena, las damas<br />
rivalizaron en hacer cosquillas al octogenario, en frotarse contra él, en acariciarlo y<br />
40 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo