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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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éplica se soltó una risa femenina, que yo atribuí a Simaetha, a la que acompañó el<br />

comentario de que excusase si no lo situó al punto en la memoria, pero la verdad es que<br />

el señor había perdido peso en el interín. Amait ensayó a continuación una galanura, y<br />

contrarreplicó que si él lo había perdido, ella lo había ganado, y pasó a recordar la<br />

famosa Promesa y sus pormenores. Presentó, como prueba de que él cumplía su parte<br />

del contrato, a su pareja de nietos y, espectacularmente, me pescó dentro de la alforja y<br />

me exhibió, al paso que las risas se duplicaban, formando un dúo divertido. Entonces vi<br />

la escena, y lo que vi fue lo siguiente:<br />

Estábamos en una habitación mediana, rectangular y penumbrosa, cuya única luz<br />

titilante procedía de una lámpara de aceite puesta en el suelo. No la poblaba ni un<br />

mueble; en un rincón amontonábanse varios atados y bolsos, que transmitían una noción<br />

somera de equipaje; y en el opuesto, iluminadas por el tacaño candil y encima de un<br />

desorden de sospechosos tapetes y cojines, hallábanse dos mujeres maduras,<br />

rechonchas, vestidas de tonos violentos, la una de verde y la otra de rojo, adornadas con<br />

varios collares sonoros de cuentas de vidrios abigarrados, dos mujeres que ceñían sus<br />

cabellos con suertes de turbantes o fajas colorinchonas, y que en el instante en que allá<br />

irrumpimos, puestas la una de la otra enfrente, se ocupaban de examinar unos pequeños<br />

rectángulos de pergamino, distribuidos en el suelo y, por lo que alcancé a distinguir,<br />

pintados con extrañas figuras. Había junto a dichos dibujos, una jaula de mimbre, en su<br />

interior, se adivinaba la móvil presencia de un pajarillo. Ahora a las comadres las sacudía<br />

la hilaridad, y como miraban hacia nosotros, el trémulo resplandor acentuó su maquillaje<br />

agresivo. Las seduje, por supuesto. Sabía que la llama, al danzar, arrancaba fulgores de<br />

mi azul y de mi oro. Me sabía hermoso, lujoso y centelleante. Incorporóse una de ellas,<br />

la que parecía de más autoridad, que resultó ser Simaetha, y se adelantó hacia mí. Tanto<br />

le brillaba la codicia en los ojos negros y pestañudos, que me dio miedo. Me tomó,<br />

me colocó sobre su palma y, secundada por la otra, por Myrrhina, que se había<br />

levantado también, estuvieron buen espacio inspeccionándome y valuándome. La<br />

ignorante prostituta inquirió mi origen como si no se hallara nítidamente certificado en la<br />

inscripción de mi piedra, a lo que el ignorante Amait contestó que yo era un obsequio de<br />

los dioses, lo cual, que en distinto ámbito hubiese provocado desconfianza, allí fue<br />

acogido con natural aprobación, pues dedujeron que me había robado. Concluido mi<br />

análisis, cuchichearon entre sí las mujeres, y Simaetha usó nuevamente la palabra,<br />

a fin de manifestar que como el ilustre visitante habría advertido, caía sobre ellas en<br />

oportunidad en que se aprestaban a dejar la casa, la ciudad y el país, ya que en breve<br />

abandonarían las desiertas habitaciones y una semana más tarde debían embarcar para<br />

Grecia, pero que siendo cuestión de un cliente de la jerarquía de Amait y<br />

siendo Simaetha una señora de honor, dispuesta estaba a cumplir con lo prometido,<br />

para lo cual era menester ante todo que el interesado y sus custodios se despojasen de<br />

cuanto impedía que se mostrasen tal como vinieron al mundo. Obedeció Amait, algo<br />

intimidado por la presencia ingenuota de los hijos de sus hijos, y por la melancolía de<br />

exhibir un esqueleto torrado de rugosa piel, tan afilado, desventurado y crujiente que su<br />

sola visión infundía pesadumbre. Poco les costó hacer lo mismo a los muchachos, que<br />

poco era lo que tenían que quitarse, y su bronceada desnudez, quinceañera<br />

añadió lumbre al aposento. Los contrastes del cuadro, con apariencias de alegoría<br />

admonitoria, no arredraron a las jamonas, manifiestamente acostumbradas a<br />

espectáculos sicalípticos de la más fantástica índole: dividiéndose la tarea con<br />

profesional pericia, procedieron a desatar algunos bultos y a retirar de ellos lo que el<br />

inminente experimento comportaba, entretanto que yo, el <strong>Escarabajo</strong>, el más<br />

amedrentado de los escarabajos de Egipto, huérfana mi mente de la rememoración de<br />

que, en la batalla de Kadesh, sin el más mínimo temor, combatí en su carro con mi Reina<br />

gloriosa y su auriga, bajo una tempestad de flechas, seguía prisionero de una mano,<br />

de una garra, de Simaetha, y me encomendaba a la docena de dioses que aparecían,<br />

como actores con máscaras, en la tumba de Nefertari, cifrando mi esperanza en que uno,<br />

uno solo, me concediera su amparo.<br />

Una vez que obtuvieron cuanto necesitaban, introdujéronse las hembras conmigo en una<br />

pieza adyacente y diminuta, cuya opacidad algo cedía merced a unas brasas, puestas<br />

38 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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