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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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por un dios, por Min, el fecundo, el del príapo enarbolado y terrible, a quien el anciano<br />

oraba en la indigencia de su habitación nocturna, vecina de la necrópolis real, frente a un<br />

falo de celeste cerámica. Entonces entendí el porqué de las obscenas preguntas que<br />

repentinamente les espetaba a los muchachos, cuando bogábamos por el Nilo, con las<br />

vacas y los terneros destinados a la liberadora Neucratis: un interrogatorio tendiente a<br />

tasar el monto de la pureza de sus nietos que, al parecer, si no candorosos, eran<br />

bastante vírgenes.<br />

¡Ah traidor Min! ¡Ah divino Khepri, supremo <strong>Escarabajo</strong>! ¡Ah Nefertari adorable, Gran<br />

Señora! ¿Qué se tramaba contra mi dignidad? ¿Qué uso nefando se le daría a mi<br />

alumosilicato inocente? ¿Qué tenía yo que ver con los turbios manejos estimulantes de<br />

un viejo libertino y de una putaña bruja? ¿Por qué y cómo se me mezclaba con ellos, a<br />

mí, a mí que he ceñido el brazo de la más hermosa de las reinas, que he compartido su<br />

vida amorosa y que he velado su sueño inmortal? ¿A mí que...?<br />

Cortáronse mis angustiosas especulaciones, porque de repente noté, desde el seno de mi<br />

alforja, que dejábamos la calle, entrábamos en una casa y empezábamos a subir una<br />

escalera. <strong>El</strong> tufo de diversas y repugnantes frituras me impregnó, al par que, de<br />

descanso en descanso, mientras seguíamos subiendo, voces roncas o chillonas, siempre<br />

vulgares, añadieron la desafinación de su concierto al resuello de Amait, que obviamente<br />

echaba los bofes, vacilaba, era sostenido por sus nietos, y continuaba la ascensión<br />

dramática en pos de la Promesa. Aquella escalera se prolongaba, interminable, y yo,<br />

como buen egipcio imagino que doquier me aguardan las alegorías y que debo<br />

interpretarlas, me figuré que la que subía a ciegas, tan lenta y embarazadamente, era la<br />

propia tortuosa gradería del Infierno, idea lúgubre en la que hubiese persistido, de no<br />

contradecirme el prejuicio reconfortante de que al Infierno no se sube, sino se baja, y de<br />

que a los desentonos torpes y a las palabrotas que poblaban aquel trepar atroz, de<br />

pronto se unían unas carcajadas frescas, traviesas, nada infernales, a las cuales prestaba<br />

eco el tintineo jubiloso de la risa de mis muchachos. La tortura cesó con una parada final,<br />

dedicada a que el viejo recobrase alguna energía y serenase, en lo posible, el jadear<br />

agónico, además, probablemente, de aprovecharla para enderezarle la peluca y retocarle<br />

el rostro, que estaría asaz descompuesto, porque instantes después los oí que golpeaban<br />

a una puerta, y también oí que les decían que entrasen.<br />

Entramos, y del balanceo de la alforja inferí que Amait se inclinaba, o que lo inclinaban,<br />

apuntalándolo, sus consanguíneos. Hubo unos segundos de silencio que, presumo, los<br />

reunidos en esa habitación emplearon en examinarse. Rompió la reserva la vocecilla<br />

aflautada de Amait, aún entrecortada por peligrosos estertores. Y habló en una jerigonza<br />

mitad egipcia y mitad griega que descifré perfectamente.<br />

Esto último requiere una explicación, porque forma parte del misterio de mi esencia. Yo<br />

domino las lenguas extranjeras con facilidad, y barrunto que ese don es uno de los<br />

muchos que adeudo a Khamuas, el niño mago. No puedo hablarlas, pero su comprensión<br />

no me acarrea esfuerzos excepcionales. Tal vez me equivoque, y Khamuas no está<br />

vinculado en absoluto con mi maña para los idiomas... Tal vez... Hay aspectos de mi<br />

personalidad que se me escapan... De cualquier modo, por lo que atañe al caso de los<br />

balbuceos bilingües de Amait, conviene considerar que en la época que yo pasé dentro de<br />

un recoveco peñascoso del Valle de las Reinas, a medida que los siglos avanzaban era<br />

mayor la cantidad de griegos que, estimulados por nuestros reyes, acudían a la región,<br />

desde Tebas. Esos turistas que ya antes mencioné, a menudo se sentaban al amparo de<br />

mi roca, a charlar con- algún egipcio que actuaba como guía de los sepulcros, y yo,<br />

refugiado en la altura, me aplicaba a discernir el atropello titubeante de sus palabras, lo<br />

cual me facilitó después el entendimiento de lo que el capitán de la tripulación que nos<br />

trajo a Naucratis conversaba con el viejo, y a curiosear, en Naucratis misma, la jerga<br />

bastarda de quienes recorrían sus calles mercantiles. Convengo en que soy un escarabajo<br />

inteligente. Por eso lo que Amait dijo en aquella casa y al término de su condenada<br />

escalera, no encerró secretos para mí.<br />

Les explicaba a sus interlocutores (que indudablemente no lo habían reconocido) quién<br />

era él, y tras la evocación incómoda de lo que había acontecido allí un decenio antes, por<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 37<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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