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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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miserables, los chicos desnudos que reían, saludaban y hacían barbaridades de monos,<br />

como cuando Amait, el caduco, la imposible hipopótama escuálida, monologaba<br />

moviendo apenas la deshabitada boca; me aseguraba misteriosamente que en Naucratis<br />

seríamos felices o, en forma más concreta, que yo le procuraría la felicidad, y me lo<br />

agradecía de antemano, dándome unos besos pegajosos, lo cual me ahogaba de asco y<br />

de sorpresa.<br />

En las horas libres de sus nietos, el viejo los convocaba a popa, y entre el hedor del<br />

estiércol y de los vacunos que no disipaba la brisa del anochecer, les narraba,<br />

semiadormecidos por el cansancio, maravillas de la ciudad hacia la cual navegábamos.<br />

Allí había transcurrido parte de su juventud, y a ella había vuelto hacía diez años, sólo<br />

por una semana. Temblequeaba su conmovida voz, al describir a Naucratis, la que fue<br />

próspero emporio comercial de los griegos en tiempos de los reyes saítas, y<br />

presentemente, cuando los soberanos persas habían conquistado nuestro territorio, si<br />

bien no era ya lo que había sido, conservaba rastros notables de su poder mercantil.<br />

Amait apagaba el tono, refiriéndose a los invasores, como si las vacas y los terneros<br />

operasen en astuta combinación con los espías, ya que, según parece, el país estaba<br />

lleno de vendidos soplones. Susurraba cómo el brutal y ebrio Rey Cambises cometió la<br />

profanación de matar al sacrosanto y buenísimo Buey Apis, hasta que otro monarca,<br />

Darío, actuó con más clemencia, y luego la crueldad volvió con Jerjes, el mismo maldito<br />

Jerjes persa derrotado en Artemision, del cual me había hablado Poseidón en la paz azul<br />

del Egeo. Aquellas historias y aquellos nombres exóticos llegaban, confusos e<br />

inquietantes, al fondo de la alforja donde yo yacía, pobre de mí, y comparaba la<br />

melancólica decadencia del Egipto de entonces con el esplendor del Egipto de Ramsés.<br />

De ese modo, lerdísimamente, cuando empezaba a suponer que Naucratis había sido<br />

incendiada y suprimida por los persas y que perseguíamos un sueño inútil, nacido de la<br />

calentura de un vejestorio, arribamos al muelle de la antigua factoría griega, situada en<br />

el brazo canópico del Nilo. Tan harto estaba yo de los mugidos, que me enloquecía mi<br />

mudez y me entraban unas ansias sañudas de mugir y de bramar. Se dijeron adiós<br />

abuelo y mozos y los tripulantes del carguero, y antes de internarse en la población, los<br />

míos tuvieron la inspiración oportuna de sumergirse en el río, lavarse, frotarse y<br />

rasquetearse, porque los tres hedían a establo. Fregaron asimismo sus mezquinas ropas,<br />

y a mi alforja la sacudieron y airearon, amabilidad que les agradezco aún. <strong>El</strong> viejo, con<br />

paradójica coquetería, se perfumó, que para eso guardaba lo requerido; desenredó una<br />

muy envuelta y anticuada peluca, se la ajustó y hasta se adhirió a las mejillas una capa<br />

de colorete. Una vez cumplidos tan higiénicus y pictóricos ritos, nos internamos en la<br />

ciudad.<br />

No bien pude mirarla, convine en que Naucratis merecía su celebridad, pues Amait, que<br />

videntemente me consideraba su amuleto, como Nefertari (¡perdona, oh Reina, la<br />

asimilación!) me exhumó de la bolsa, para manosearme, besarme, mojarme de lágrimas<br />

y exhibirme. Brincaban sus nietos alrededor, como un par de cabritos, y él, confirmando<br />

sus conocimientos de añoso morador de la zona, les indicaba los orígenes de quienes nos<br />

codeaban al pasar y formaban una multitud vocinglera, discutidora, gruñidora y<br />

calculista, que sin cesar se detenía, abría las manos elocuentes, y se ponía a contar con<br />

los dedos o a escribir con el índice en la calzada de tierra, como si toda aquella gente<br />

parlanchina no se ocupase más que de hacer y de deshacer negocios.<br />

—Ése —afirmaba el octogenario— es de algún lado de Jonia: de Quíos, de Teos o de<br />

Clazomene; aquél no, aquél es dórico, óiganlo pronunciar, viene de Rodas o de<br />

Halicarnaso; y aquel otro es eolio, quizá de Mitilene, en la isla de Lesbos.<br />

Los nietos lo atendían, reverentes. También yo, reflexionando que no importaban la<br />

veracidad o el invento de lo que aseguraba y de sus improbables sutilezas lingüísticas,<br />

porque la importancia procedía de Naucratis, de su trajín, de sus santuarios, de sus<br />

vastos almacenes, de su canal que directamente la comunicaba con Menfis y con el Alto<br />

Egipto, de su estructura, en fin, tan desemejante a las que yo conocí en las ciudades que<br />

cimentaron la gloria de mi Faraón, y que más tarde torné a encontrar en Grecia. Mucho<br />

callejeamos ese día, hasta que al terceto lo atenaceó el hambre. Metiéronse en una fonda<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 35<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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