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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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la música y la inspiración de un verso para sugerir la calidad de un poema, eran allí<br />

suficientes un torso, un peplo, un casco, un miembro, un ala, unos accesorios, para que<br />

el espíritu reconstruyese el porte de la entera y perdida figura. Avanzábamos entre esas<br />

clasificadas ruinas, como en medio de una ilustre catástrofe cuyos fantasmas<br />

materializaban paso a paso su dramático blancor, y yo no cesaba de escuchar, más<br />

próxima, la querida voz llamándome:<br />

—¡<strong>Escarabajo</strong>! ¡<strong>Escarabajo</strong>! ¡Por aquí!<br />

Mientras sentía que mi señor se inquietaba, y lo mismo que yo escudriñaba en torno,<br />

apresurándose de escultura en escultura, como en pos de una pista.<br />

—¡<strong>Escarabajo</strong>! ¡<strong>Escarabajo</strong>!<br />

Atravesarnos la sala del Kuros sepulcral de Aristodikos, y en seguida fue el<br />

deslumbramiento, porque en el centro de su propia sala, dominándola, estaba<br />

aguardándome Poseidón. Supe al instante que era él, como al instante reconocí al Conde<br />

de Saint-Germain, pese a que si la soberbia estatua alta de dos metros en algo, esencial,<br />

recordaba al encostrado y deforme compañero mío del fondo del Egeo, fue menester la<br />

lucidez que aguza el efecto para reducir las dos a una sola figura, a esa que triunfaba<br />

ahora en el Museo de Atenas, brindando a mi estupor el cuerpo más bello que jamás he<br />

visto, más bello que cuantos concibió Miguel Ángel Buonarroti, la suma del rítmico<br />

equilibrio, tan perfecto que si le fuese dado girar en sus piernas con la seguridad de un<br />

atleta o de un bailarín, los sabios antiguos hubieran declarado que con él rotaba, fiel a las<br />

leyes de la exacta armonía, el vasto Mundo. Estaba de pie, restaurado, purificado con<br />

vapor ardiente, fulgurante; tenía el brazo izquierdo extendido, y el derecho en ademán<br />

de alzar y apuntar un rayo o arpón; tal vez la lanza, que no la flecha, de Eros. Su rostro<br />

se definía en una máscara austera y tierna a la vez. Conmovido, le dio la vuelta mi<br />

dueño, y me acordé de que Poseidón me había descrito a los visitantes de Kalamis, que<br />

en forma similar lo rondaban, como cautivos del dios.<br />

—Por fin llegaste, <strong>Escarabajo</strong> —me dijo éste—. Hace años que te espero, y auguraba que<br />

terminarías por llegar. Erguido sobre mi base, en tanto fluye el río inagotable de la gente,<br />

he meditado. He comprendido que la relación que nos unió en el mar, tan fascinadora,<br />

tan extraña, la amistad de un <strong>Escarabajo</strong> que vino de Egipto y de un Hombre-Dios que<br />

vino de Grecia, es lo principal que me pudo acontecer, con ser muy larga y compleja tu<br />

vida, y la mía muy simple. Sin ti, yo no sería más que un noble objeto, quizás, en su<br />

género, absoluto; por ti, gracias a ti, supe la substancia y la profundidad del amor. ¿Hay<br />

algo que sobrepase en ridículo la idea de que un enorme bronce se haya enamorado de<br />

un pequeño lapislázuli? ¿Existe un despropósito igual? Pero ¿acaso existe un amor<br />

ridículo? Todo amor sincero es posible. ¿Qué es amar? ¿Qué es amar, sino añorar? Yo<br />

añoré y añoro los días que compartimos, sin entrevernos casi, en la penumbra del Egeo<br />

que apenas alumbraban los grandes peces encantados. Añoro tu voz. Tu pasión por la<br />

Reina, tan fantástica como la mía por ti, nunca dejó de acompañarte, y me ilumina con<br />

su claridad a mí también, de suerte que hoy no sé si te amo a ti o a la Reina, porque<br />

para mí la Reina y tú, <strong>Escarabajo</strong>, son sólo uno. Supongo que el encuentro en el secreto<br />

del cabo Artemision, fue planeado por Khamuas y por el muchacho del taller de mi<br />

escultor, por nuestros dos magos, cuando nos dotaron de almas y nos otorgaron el<br />

fabuloso presente de amar.<br />

Hizo Poseidón una pausa y concluyó: —Ahora nos separaremos. No permitas que se<br />

esfumen nuestras historias. Te repito que lo mejor de la mía es lo que acabo de<br />

confesarte. Yo quedaré aquí... tú, andariego... ¡quién sabe!, ¡quién sabe qué te reserva<br />

la vida aún!<br />

No habló más. Pensé que mi señor continuaría el recorrido y subiría al piso de las ánforas<br />

pintadas, pero como si hubiera obedecido a Poseidón, abandonó el Museo. Escasos días<br />

después, volvió a su casa, a su biblioteca, a sus costumbres. Reside en el corazón de su<br />

país, lejos de Buenos Aires, en un lugar que contornean las serranías verdes, y patrullan,<br />

como en los cuadros de Lord Withrington, las colosales nubes. Lee, anota, pasea<br />

lentamente; contempla los árboles, el cielo. De noche me deja sobre su mesa, y no bien<br />

se duerme me pongo a hablarle. Al principio me pareció que mi mensaje no lo alcanzaba,<br />

hasta que una mañana compró un alto cuaderno, y en él, tan lentamente como pasea, se<br />

264 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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