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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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país apartado donde quizás (y no quizá) murió el Delfín de Luis XVI, y donde nació el<br />

melifluo Yturri. Dicho escritor se entendía a las maravillas con Kyria Ersi, quien era<br />

escritora y pintora. Refirió el extranjero que se hallaba en Hydra hacía una semana, y<br />

que se alojaba en el edificio de la Escuela de Bellas Artes, instalada en el antiguo caserón<br />

palaciego de Tombazi, el navarca glorioso que de la isla había partido, al frente de la<br />

flota revolucionaria, a luchar contra los turcos. Salieron todos a sentarse al balcón en el<br />

que el telescopio de Demetrius apuntaba a las estrellas, ausentes todavía. Empavesadas<br />

nubes navegaban solemnemente, y representaron para ellos, en el cielo convertido en<br />

mar espejado, la escena del zarpar de la escuadra histórica.<br />

Sirvieron té en las consabidas tazas azules; Kyria Penelópe contó la visita de la Duquesa<br />

de Brompton, encantadora dama británica, descendiente de la Reina Victoria, que solía<br />

pasear con sus primos los Reyes, entre los rododendros del castillo de Windsor, y<br />

repentinamente (ahí procedió, sin duda, como hipnotizada, porque en mitad de una<br />

frase, sin motivo se levantó, y vino hasta donde yo dormitaba, enmarcado por el azul de<br />

mis compañeros) abrió la vitrina, con una de las llavecitas asiladas en el canal de sus<br />

pechos grandiosos me sorprendió y despabiló al retirarme de mi puesto ufano, y me<br />

inquietó más aún cuando noté que redistribuía sobre el blanco terciopelo las restantes<br />

piezas; tras lo cual volvió a la mesa en la que no paraba la conversación y Kyria Ersi<br />

servía la tercera o cuarta taza de té.<br />

—Esto, esta sortija —dijo Kyria Penelópe, dirigiéndose al latinoamericano a quien antes<br />

no había visto nunca—, es para usted. Acéptelo, por favor, y consérvelo como un<br />

amuleto de la isla de Hydra y como un recuerdo de Grecia, por más que sea egipcio...<br />

Tocóles asombrarse a esa altura, a ambos escritores amigos, quienes por entrechocarlas<br />

sin proponérselo, estuvieron a punto de romper las delicadas tacitas. Como ellos me<br />

asombré yo, noticioso de cuánto me apreciaba la señora. Fue a raíz de su regalo que se<br />

me ocurrió lo del disgusto experimentado por Kyria Penelópe al solo tenerme delante,<br />

como efecto del artículo de la Académie, y que indagando en esas ideas, pensé que<br />

anhelaba desprenderse de mí, cosa que hirió mi vanidad. ¿Dudaría de mi excelencia?<br />

¿Habían bastado unos párrafos zumbones de Monsieur de l'Acre para que resolviese que<br />

mi inclusión desprestigiaba sus colecciones? Mientras barajé esas posibilidades, el<br />

escritor me tranquilizó, arguyendo que soy demasiado valioso, y que no podía admitir un<br />

obsequio tan considerable e inmerecido. Rogué entonces a Nefertari que lograra de los<br />

Dioses su aceptación, seguro de que me hallaría mejor con él que con la señora, puesto<br />

que ella me estaba traicionando. Pero de pronto su actitud cambió, y con la misma<br />

rapidez con que Kyria Penelópe había decidido separarse de mí, decidió el escritor<br />

recibirme sin vacilar: sólo en ese momento vislumbré, como una posibilidad misteriosa,<br />

que Saint-Germain había dispuesto previamente, usando sus extraordinarias facultades,<br />

ubicarme en el nuevo rumbo fijado por mi destino.<br />

He detallado los motivos que originaron mi partida de la isla feliz, y me acerco al final de<br />

mi autobiografía. Ersi y mi reciente dueño se trasladaron a Atenas en el barquito costero,<br />

y se despidieron allá. Sólo un día más permaneció el escritor en Grecia, y lo pasó en el<br />

Museo Nacional Arqueológico. Recorrimos una mínima parte del edificio, aunque<br />

estuvimos en su interior varias horas. Comenzamos por la larga sala central que reúne<br />

los exquisitos y lujosos hallazgos de Micenas; seguimos a la adyacente, cuyas vitrinas<br />

exponen las modernísimas, esquemáticas tallas de las Cicladas, y cuando retrocedimos,<br />

para iniciar el camino de la serie de espacios consagrados a las arcaicas esculturas, me<br />

pareció oír, insinuándose en la susurrante Babel de los turistas que leían carteles,<br />

interrogaban guardianes, o se interpelaban en todos los idiomas, chistándose los unos a<br />

los otros a fin de imponer un imposible silencio, una apagada y remota voz que me<br />

estaba llamando. Creí al principio en una ilusión, y miré alrededor desde el anular<br />

derecho de mi amo. <strong>El</strong> Museo armaba escenográficamente el espectáculo de las estelas<br />

funerarias de adolescentes y guerreros; se multiplicaban como en un juego de espejos<br />

mágicos, vagamente cambiantes, los efebos de enjutas caderas, las ciegas caras de<br />

diosas y de héroes, los relieves votivos, las ánforas, los fragmentos de mármol y de<br />

bronce. Nos flanqueaba un sinfín de rastros de destrozada hermosura, y así como bastan<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 263<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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