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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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periodístico recorte de la Académie des Inscriptions! No lo habría hecho,<br />

ciertamente, porque me importase la ofensa inferida a mi condición de auténtico; ni<br />

tampoco por el agravio ocasionado a la autoritaria Madame Lampikis; lo que me<br />

desazonaba era que osasen tomar en vano el nombre de Nefertari, Señora de las Dos<br />

Tierras, y lo zarandeasen torpemente, conectándolo con una grotesca denuncia de<br />

falsificación. Yo abracé la muñeca de la gran Reina, la amé, la amo y la amaré siempre;<br />

yo torturé la falange del bufo Aristófanes; yo intervine en el asesinato de Julio César; yo<br />

estuve en Roncesvalles y Avalón, con Carlomagno y Roldan; y presencié el pasar, por la<br />

Piazzetta de San Marco, del divino Alighieri; y compartí la casa de Marco Polo; y<br />

dibujé con el Buonarroti; y anduve con Diego Velázquez; y colaboré en las invenciones<br />

de Raimondo de Sangro; y atestigüé los prodigios de Saint Germain y Cagliostro; y al<br />

proscenio salí con Sarán Bernhardt... ¡Yo he visto a Dioses y Santos y Angeles y<br />

Demonios! ¡Ah, si hubiese podido hablar!<br />

Escasos días después, cuando Kyria Penelópe seguía alterada por la mordacidad del<br />

comentario, cuyas imágenes surgían de vez en vez a su memoria, ruborizándola de<br />

súbito, tuvo lugar la segunda de las visitas que mencioné. Hasta mí se acercó en esa<br />

ocasión, sin más asistencia que la de la señora y tras recorrer la casa como si me<br />

buscara, un pausado, correcto caballero de algo más de cuarenta años, vestido de<br />

blanco como la Duquesa. La regularidad de sus rasgos, sus hondos ojos negrísimos, la<br />

pulcritud de sus cabellos grises y la esbeltez de su porte, que realzaba su mediana<br />

estatura, componían un personaje armonioso, de ejemplar elegancia. Hablaba a<br />

media voz, en francés, y estampó el nombre de Comte de la Croix-Rose, al firmar el<br />

álbum de Madame Lampikis. Así como Maggie no me reconoció al calarse el impertinente,<br />

si bien me había examinado en innúmeras circunstancias en los guantes surtidos de<br />

Mrs. Vanbruck, me reconoció de inmediato el extraño, sin necesidad de recurrir al<br />

pequeño cristal de aumento que sacó de su bolsillo. También lo reconocí yo; nos<br />

reconocimos, y sonrió delgadamente, refinadamente. <strong>El</strong> caballero era el eterno<br />

Conde de Saint-Germain. Era el que describió al Rey Francisco I ante Madame de<br />

Pompadour, según sus recuerdos; el capaz de reproducir el himno que entonaron cuando<br />

Alejandro ingresó en Babilonia; el que, en tiempos del Gran Ciro, recibió de manos de<br />

uno de los descendientes de Moisés, la vara del hebreo legislador; el que trató a Tiberio y<br />

a Herodes; el que fue introducido en el salón de Oderisia Bisignano por el negrito Maroc,<br />

y besó el anular derecho en que yo resplandecía. Ahora estaba de nuevo frente a mí. Era<br />

imposible no reconocerlo, pese a que ni su fisonomía ni su atuendo fuesen los mismos.<br />

Aproximó sus penetrantes ojos a mi caparazón del lapislázuli, unos carbones rodeados<br />

por mínimas chispas del color del cuerno (chispas del color de los ojos de Miguel Ángel) y<br />

comprobé que esos ojos únicos prevalecían, inalterables no obstante las mudanzas,<br />

restituyéndome, dos siglos después de nuestro encuentro último, al gran señor inmortal.<br />

Estuvo Saint-Germain buen espacio mirándome, con aquel su fino, secreto sonreír.<br />

Volvióse hacia Kyria Penelópe, y asimismo la miró, sin pronunciar palabra. Confieso que<br />

no sé si algo le comunicaron u ordenaron los ojos irresistibles del Conde, y si lo que<br />

luego aconteció fue obra de su mirada hipnótica, o del irritante artículo de Monsieur de<br />

l'Acre, o de ambos simultáneamente, pero debo subrayar que yo había observado ya<br />

antes, que se dijera que determinada fuerza oculta actuaba con inescrutable poder, y<br />

orientaba en ocasiones mi «transmisión». Así pasé, por ejemplo, del dominio del Príncipe<br />

de Sansevero al de su prima, la Princesa de Bisignano; del de ésta al de Alfred Franz von<br />

Howen; del Capitán de Montravel a Monsieur Pierre Benoit, y de Gabriel Yturri a Robert<br />

de Montesquiou. Así, cuando ningún indicio permitía preverlo, la tarde siguiente<br />

abandoné el refugio de la casa de Lampikis, en la que supuse que permanecería mientras<br />

Kyria Penelópe viviese, para emprender un largo viaje.<br />

Y fue que acudieron a la sala azul, invitados por la señora, los de la tercera visita: Kyria<br />

Ersi, una amiga de ésta a quien yo había admirado en previas reuniones, por la<br />

hermosura de sus ojos, claros y transparentes como los berilos verdemar, y por la<br />

desmadejada abundancia de su cabellera, que en rubio evocaba la de Matilde, la<br />

narradora del salón de los espejos de París; y un desconocido, un escritor del extremo de<br />

la América del Sur, del país donde yo estuve después de residir en Withrington Hall, el<br />

262 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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