Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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inmovilizado, a desemejanza del real, ya que ahí dentro todo —los personajes de las<br />
porcelanas, las figurillas de los abanicos, los seres que nadaban en los pisapapeles de<br />
cristal— parecía detenido de pronto, en plena acción. La soledad les convenía a mis<br />
meditaciones: las dividí entre las motivadas por el culto nostálgico de mi Reina, y la<br />
consideración irónica de los doctos que con Ramsés y Gallé aderezaron una ensalada<br />
erudita.<br />
<strong>El</strong> regreso de Penelópe y Demetrius Lampikis fue proclamado por el de varias criadas<br />
barulleras que abrieron la casa. En breve volvió a funcionar la práctica de la asechanza a<br />
extranjeros, de la persecución de juveniles confesiones libertinas, más de una vez<br />
musitadas a mi lado, y de los enigmáticos y ociosos apuntes telescópicos. Nadie se metió<br />
conmigo, y la temporada hubiese transcurrido en paz, salvo por la presencia de un<br />
pretendido egiptólogo libanés que acaso pensó robarme, y que se instaló a copiar mi<br />
«cartouche» y mis lirios: como ni un instante lo dejaron solo, optó por desaparecer. A<br />
fines del verano, sucediéronse en la casa tres visitas significativas, sobre todo las dos<br />
últimas.<br />
Primero produjo bastante revuelo el anuncio de la próxima llegada de una gran dama<br />
inglesa, descendienta, por lo que contaron, de la Reina Victoria. La vanidad y la<br />
curiosidad inflamaron a Kyria Penelópe. Durante dos días discutió con su esposo, cuya<br />
opacidad rivalizaba con la del marido de la Princesa de Bisignano, sobre si correspondía o<br />
no que éste aguardase a la extraordinaria huésped en el arranque de la escalera, con un<br />
candelabro encendido en la mano, y como triunfó la opinión de la señora, trajeron uno en<br />
préstamo de la iglesia de la Panayia. También decidió mi dueña convidar a las<br />
descollantes personalidades de la isla, a acoger a la aristócrata que pronto ennoblecería<br />
con su firma el álbum de autógrafos de Kyria Penelópe. Llenóse, pues, la casa, a la<br />
expectativa, y cuando la esperada inglesa entró, alumbrada por el candelabro del cual no<br />
se desprendía Demetrius, se desató un movimiento como de marea en el salón de los<br />
azules, y vi a mi ama ensayar la reverencia que se destina a las personas reales, frente a<br />
una viejecita que daba el brazo a un muchacho. La viejecita vestía de blanco, y la<br />
coronaba un temblequeante sombrero del mismo color, que participaba de la mitra y de<br />
la chistera. Dio la vuelta a la habitación, ronroneando, mientras retrocedía la<br />
concurrencia respetuosa. Cuando se detuvo frente a mi vitrina, alzó el impertinente<br />
asimismo oscilante, y paseó sobre mí los ojos lacrimosos, sin reconocerme, como al<br />
principio temí, ignoro en realidad por qué. Yo sí la reconocí: era Maggie Brompton; una<br />
Maggie Brompton destruida, desquiciada por el tiempo, en quien ni rastros sobrevivían<br />
del parecido con la Simaetha de Naucratis; una Maggie que conservaba únicamente,<br />
como medio de segura identificación, al imprescindible muchacho bonito de cuyo brazo<br />
se prendía, el cual presentaba en su cara redonda, como Santa Lucía en su sagrado<br />
plato, la ofrenda de un par de ojos lánguidos, de espesos párpados orientales, como los<br />
que recuerdo unidos a la bufanda de Monsieur Proust. Se alejó la de South Carolina,<br />
entre militares, popes y turistas, piloteada por Kyria Penelópe, que no cesaba de replicar:<br />
«Duchess! Duchess!», de inquirir por la salud del Rey Jorge, y de preguntar ávidamente<br />
si Su Majestad todavía se interesaba, en Windsor, por los rododendros.<br />
Trajo el correo por entonces un sobre abultado, que contenía el sarcástico artículo del<br />
Profesor de l'Acre, mandado anónimamente desde Atenas. Es fácil imaginar la cólera que<br />
le infundió a Kyria Penelópe, pues contradecía el hábito que desde la adolescencia<br />
contrajera de que la complaciesen con servil asiduidad. <strong>El</strong> Profesor se burlaba de mí, de<br />
los Uggla y de los Lampikis, al extremo de informar al margen, refiriéndose a estos<br />
últimos y su adquisición del <strong>Escarabajo</strong> (eso sí, adornando el sarcasmo con las gracias y<br />
eufemismos de la cortesía francesa) que Demetrius no hacía más que mirar la Luna, y<br />
que Penelópe vivía en ella. Carecía la señora de armas científicas para defenderse; los<br />
Profesores Uggla estaban en el sur de Egipto, cavando e insolándose; y aún no habían<br />
aportado sus mediocres razonamientos en pro del «Art Nouveau Nefertárico», ni la<br />
australiana ni el danés. ¡Ah, si yo hubiera podido hablar! Como tantas veces, lamenté mi<br />
mutismo. ¡Con qué soltura hubiera suministrado a la turbada Penelópe las precisiones<br />
irrebatibles, que hubiesen reducido a humo la causticidad sabihonda desplegada en el<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 261<br />
<strong>El</strong> escarabajo