Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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agrió y afiló en la hosquedad retraída. Un mediodía, contrariando sus hábitos rigurosos, dejó el astillero. Actuaba inexplicablemente. Regresó a su habitación, y en momentos en que observaba su cansancio desde la mesilla puesta junto al holgado lecho matrimonial, y suponía yo que iba a estirarse en la cama, cogió una alforja y se la colgó del hombro, me colocó en el anular, y salió al silencio de la aldea. Primero fuimos a la iglesia donde se venera un icono milagroso de la Virgen, la Panayia; estuvo ahí una hora, quizá meditando o rezando, cerrados los ojos y la frente oculta tras las palmas. Creí que se había dormido, pero sacudió la cabeza y dejamos el templo. Entonces empezó una larguísima caminata que, a partir del busto del héroe con el león de mármol echado a sus pies, nos condujo (él iba acezando, renqueando, afirmándose en el bastón) por el laberinto ascendente de las calles que amodorraba la soleada siesta, y luego por senderos de cabras entre rocas, hasta que avanzamos como si el día se hubiera tornado irreal, ajeno al tiempo, porque todo se reducía a escalar, escalar, más arriba, más arriba, metro a metro, y al crepúsculo alcanzamos la suprema cumbre, en una zona donde no había señales de humana habitación. Mi señor se demoró un rato en la eminencia, respirando ansiosamente. Después echó la vista a la redonda: el golfo, las Cicladas y, más allá de Poros y de Egina, Atenas en la bruma. No esperó más; tal vez sentía que debía apresurarse: un último esfuerzo le ensangrentó las manos, laceradas por las aristas crueles, y lo encaramó a la peña más alta. Abajo, avistó la delicada miniatura, rosada y celeste, el semicírculo del portezuelo, los patios del monasterio de la Dormición de la Virgen, las embarcaciones de plegados velámenes, y los cafés que los forasteros comenzaban a llenar. Elephteris Lukatis, penosamente, se desvistió y no conservó más que un calzón exiguo; abrió la alforja, sacó de ella su vieja máscara de pescador de esponjas; blandió como un arpón la caña que le daba apoyo; permaneció unos segundos erguido, patéticamente consumido, arrugado, anciano, pero también misterioso, inescrutable, como si fuese, ahora sí con certeza, el dios de la isla, y saltó repitiendo la imagen eufórica de la época añorada en que se zambullía en el mar. Vinieron con antorchas y concluyeron por hallarlo en aquella altura, desnudo, argentado, lunar, caído, como sobre una clámide roja, sobre un charco de sangre, embellecido por la muerte ya que, en verdad, creo que la suya fue una muerte hermosa, y que por tanto la aniquiladora generosidad del fin, de golpe lo rejuveneció y embelleció. Me heredó su hijo Jakomakis, un hombre de joviales maneras, comunicativo, lo opuesto a su padre. Durante los meses comprendidos entre septiembre y abril, en los que cesaba la pesca con cuchillo y con tridente, se ocupaba ayudado por su hermano igualmente cordial, de pasear en bote a los turistas; de organizar pescas nocturnas, internándose en el mar con farolas; de guiar a los viajeros a través de las tabernas donde se bailaba y cantaba; o de organizarles afables citas con muchachos expansivos. Ambos sumaban a la alegría laboriosa, el riente amor a sus pequeños y la ortodoxa y cumplidora piedad. Entra al presente en escena Madame Penelópe Lampikis, Kyria Penelópe, Lampikis. Kiria Penelópe, a los sesenta años, era una de las reinas de Hydra, así como Elephteris Lukatis fue su dios, tanto que no me resigno a aceptar que ha muerto, e imagino que todavía la recorre, invisible, y que se sienta a las mesas de los cafés a contemplar desde el más allá a los extranjeros, meneando despectivamente la noble cabeza. Kyria Penelópe, por su lado, nada tenía de diosa, en un país donde los dioses travestidos y espiones, naturalmente menudean. Era una gran burguesa, cómodamente adinerada, asentada sobre una sólida fortuna de origen naviero, que recibió por sucesión y que sus administradores vigilaban con atento escrúpulo. De acuerdo con tales antecedentes, poseía opulencia de carnes, frescura de mimado cutis, siempre bien cepillada y perfumada cabellera, teñida de negro a la perfección, los mejores dientes importados, y el gesto tan pronto amable como ceñudo de quien sabe que usufructúa la ventaja de que lo escuchen y obedezcan. Solía vestir unos amplios vestidos flotantes, estampados con flores policromas, y protegerse del sol con aludos sombreros de paja, lo que preservaba en su blando rostro una espectral blancura, en contraste con los porfiadamente asoleados de los trotamundos. Así ataviada, lento el paso, pendiente del brazo una cesta, descendía fumando sus 258 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

agrió y afiló en la hosquedad retraída.<br />

Un mediodía, contrariando sus hábitos rigurosos, dejó el astillero. Actuaba<br />

inexplicablemente. Regresó a su habitación, y en momentos en que observaba su<br />

cansancio desde la mesilla puesta junto al holgado lecho matrimonial, y suponía yo que<br />

iba a estirarse en la cama, cogió una alforja y se la colgó del hombro, me colocó en el<br />

anular, y salió al silencio de la aldea. Primero fuimos a la iglesia donde se venera un<br />

icono milagroso de la Virgen, la Panayia; estuvo ahí una hora, quizá meditando o<br />

rezando, cerrados los ojos y la frente oculta tras las palmas. Creí que se había dormido,<br />

pero sacudió la cabeza y dejamos el templo. Entonces empezó una larguísima caminata<br />

que, a partir del busto del héroe con el león de mármol echado a sus pies, nos condujo<br />

(él iba acezando, renqueando, afirmándose en el bastón) por el laberinto ascendente de<br />

las calles que amodorraba la soleada siesta, y luego por senderos de cabras entre rocas,<br />

hasta que avanzamos como si el día se hubiera tornado irreal, ajeno al tiempo, porque<br />

todo se reducía a escalar, escalar, más arriba, más arriba, metro a metro, y al crepúsculo<br />

alcanzamos la suprema cumbre, en una zona donde no había señales de humana<br />

habitación. Mi señor se demoró un rato en la eminencia, respirando ansiosamente.<br />

Después echó la vista a la redonda: el golfo, las Cicladas y, más allá de Poros y de Egina,<br />

Atenas en la bruma. No esperó más; tal vez sentía que debía apresurarse: un último<br />

esfuerzo le ensangrentó las manos, laceradas por las aristas crueles, y lo encaramó a la<br />

peña más alta. Abajo, avistó la delicada miniatura, rosada y celeste, el semicírculo del<br />

portezuelo, los patios del monasterio de la Dormición de la Virgen, las embarcaciones de<br />

plegados velámenes, y los cafés que los forasteros comenzaban a llenar. <strong>El</strong>ephteris<br />

Lukatis, penosamente, se desvistió y no conservó más que un calzón exiguo; abrió la<br />

alforja, sacó de ella su vieja máscara de pescador de esponjas; blandió como un arpón la<br />

caña que le daba apoyo; permaneció unos segundos erguido, patéticamente consumido,<br />

arrugado, anciano, pero también misterioso, inescrutable, como si fuese, ahora sí con<br />

certeza, el dios de la isla, y saltó repitiendo la imagen eufórica de la época añorada en<br />

que se zambullía en el mar. Vinieron con antorchas y concluyeron por hallarlo en aquella<br />

altura, desnudo, argentado, lunar, caído, como sobre una clámide roja, sobre un charco<br />

de sangre, embellecido por la muerte ya que, en verdad, creo que la suya fue una<br />

muerte hermosa, y que por tanto la aniquiladora generosidad del fin, de golpe lo<br />

rejuveneció y embelleció.<br />

Me heredó su hijo Jakomakis, un hombre de joviales maneras, comunicativo, lo<br />

opuesto a su padre. Durante los meses comprendidos entre septiembre y abril, en los<br />

que cesaba la pesca con cuchillo y con tridente, se ocupaba ayudado por su hermano<br />

igualmente cordial, de pasear en bote a los turistas; de organizar pescas nocturnas,<br />

internándose en el mar con farolas; de guiar a los viajeros a través de las tabernas<br />

donde se bailaba y cantaba; o de organizarles afables citas con muchachos expansivos.<br />

Ambos sumaban a la alegría laboriosa, el riente amor a sus pequeños y la ortodoxa y<br />

cumplidora piedad. Entra al presente en escena Madame Penelópe Lampikis,<br />

Kyria Penelópe, Lampikis. Kiria Penelópe, a los sesenta años, era una de las reinas de<br />

Hydra, así como <strong>El</strong>ephteris Lukatis fue su dios, tanto que no me resigno a aceptar que ha<br />

muerto, e imagino que todavía la recorre, invisible, y que se sienta a las mesas de los<br />

cafés a contemplar desde el más allá a los extranjeros, meneando despectivamente la<br />

noble cabeza. Kyria Penelópe, por su lado, nada tenía de diosa, en un país donde los<br />

dioses travestidos y espiones, naturalmente menudean. Era una gran burguesa,<br />

cómodamente adinerada, asentada sobre una sólida fortuna de origen naviero, que<br />

recibió por sucesión y que sus administradores vigilaban con atento escrúpulo. De<br />

acuerdo con tales antecedentes, poseía opulencia de carnes, frescura de mimado cutis,<br />

siempre bien cepillada y perfumada cabellera, teñida de negro a la perfección, los<br />

mejores dientes importados, y el gesto tan pronto amable como ceñudo de quien sabe<br />

que usufructúa la ventaja de que lo escuchen y obedezcan. Solía vestir unos amplios<br />

vestidos flotantes, estampados con flores policromas, y protegerse del sol con<br />

aludos sombreros de paja, lo que preservaba en su blando rostro una espectral<br />

blancura, en contraste con los porfiadamente asoleados de los trotamundos. Así<br />

ataviada, lento el paso, pendiente del brazo una cesta, descendía fumando sus<br />

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<strong>El</strong> escarabajo

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