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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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apagaba la sensación de calma felicidad que, como dije y pese a cuanto enumeré, el<br />

lugar producía. <strong>El</strong> padre de Lukatis, curtido pescador, asumió la desgracia con pronta<br />

firmeza, y en breve, fuera de la doliente madre, pareció que la familia había olvidado al<br />

muerto, sin que fuese verdad, pues de noche sus miembros se reunían ante su coloreado<br />

retrato de niño, y se sumaban a la madre y abuela en sus oraciones. Lo que sucede es<br />

que en Hydra nadie permanece en su casa, fuera de las atareadas mujeres, y que una<br />

vez cerrada la puerta y abandonada la intimidad, basta respirar el aire para contagiarse<br />

de alegría.<br />

<strong>El</strong>ephteris obtuvo trabajo en uno de los astilleros que caracterizan a la isla, famosa por<br />

sus marinos desde la época de los corsarios, y luego de los armadores mostachudos y fez<br />

con borla, cuyo romántico arrojo inició la guerra liberadora de la tiranía turca. Los días de<br />

fiesta se instalaba con amigos a beber y a jugar al tabli, en alguno de los cafés<br />

entoldados que bordean el portezuelo, frente a las barcas que el agua mece. En esas<br />

ocasiones me llevaba en su anular derecho, y siempre, aunque me conocían de sobra, al<br />

aparecer yo sobre la mesa, agitando el cubilete sonoro o alzando el vaso de ouzo o de<br />

vino de resina, menudeaban las preguntas y pullas vinculadas conmigo, a las que<br />

respondía el talante de <strong>El</strong>ephteris, inventándome cada vez un distinto y extravagante<br />

origen, por lo general pecaminoso, dentro de los límites de su estrecha imaginación.<br />

Entonces la charla giraba hacia las mujeres, mientras repiqueteaban los dados y corría el<br />

alcohol, y aunque yo descontaba el predominio de lo apócrifo en el afluir de las<br />

anécdotas personales, lo importante es que sus fábulas los saturaban de dicha y<br />

arrogancia, y arrancaban chispas gozosas de sus ojos negros, antes de regresar con<br />

inseguro paso a sus hogares y a sus enlutadas esposas. Así, entre el astillero y el café, se<br />

fue la vida de <strong>El</strong>ephteris Lukatis. A los cincuenta y cinco años, muertos sus padres, se<br />

había resignado a que sus hijos, hombres ya de más de treinta, prolongasen la tradición<br />

de los suyos, y se impusieran entre los pescadores de esponjas preferidos. De mayo a<br />

agosto. Jakomakis y Theodoros partían con quince o veinte muchachones en un velero,<br />

llevando los tridentes curvos y las redes, rumbo a Beirut, Lataquia o Trípoli, y los<br />

pescadores sirios que se atrevían a rivalizar con ellos. Entretanto <strong>El</strong>ephteris cambiaba; y<br />

simultáneamente cambiaba su amada isla. Abundaban ahora los hoteles con destino a los<br />

cuales había sido adaptada buena parte de los caserones dieciochescos de los armadores<br />

y corsarios, sólidos como fortalezas, pues cada día era mayor la cifra de turistas<br />

alemanes, norteamericanos, escandinavos e ingleses que en Hydra buscaban el sol<br />

radiante, las rocas desde las cuales tentaba el buceo en un mar de transparencia<br />

única, y la vida fácil y elemental, agradablemente incógnita e impune. En el<br />

puerto las barcazas alternaban con los yachts que lucían heterogéneos pabellones; las<br />

mujeres rubias osaban invadir con sus desnudeces, sus caprichos, su gritería y sus<br />

acompañantes extraños, las mesas de los cafés y de las inmediatas tabernas, que<br />

antes habían funcionado bajo el dominio de <strong>El</strong>ephteris y su gente; jovencitos con aros<br />

en los lóbulos y pulseras en los tobillos, se doraban al sol, estirados en las piedras,<br />

poniéndose ungüentos y susurrándose, y de noche bailaban con marineros en<br />

tumultuosas cantinas. <strong>El</strong>ephteris, a quien las anchas cejas se le habían encanecido,<br />

engrosó, y bajo los ojos se le hinchó la piel violácea. Consecuentemente, asumió un tono<br />

patriarcal y condenó las costumbres intrusas, lo que no fue óbice para que con sus<br />

escasos fieles retrocediese de mesa en mesa, cediendo las privilegiadas, porque de<br />

continuo brotaban de los yachts mujeres espléndidas y hombres ricos, exhibidores<br />

de trajes de baño chillones, de shorts, de alhajas costosas, de pamelas, de sombrillas,<br />

de cámaras fotográficas, de lebreles y pekineses, todo lo cual exigía espacio. Yo<br />

regresaba, en la mano de mi dueño, a los sitios de su fiestera y austera frecuencia.<br />

Allí, en oportunidades se le pegaban los extranjeros, atraídos por mí, y le proponían<br />

comprarme, pero los despachaba su fanático, exagerado desdén, como si la sola<br />

idea fuera sacrilega, y yo fuese el Talismán de Carlomagno o el rubí del hada Morgana,<br />

sorprendente actitud que, todavía en mi avanzada edad, lograba envanecerme. Odiaba<br />

a esos extranjeros, a esos metoikos, y luego de enviudar, cuando el trabajo de sus hijos,<br />

que por lo demás formaron sus respectivos hogares, los alejó de él, su humor se<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 257<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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