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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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jinete, y las siluetas de las ánforas numerosas, con sus huéspedes los pequeños pulpos.<br />

¿Cuál sería mi destino, de venir los hombres tras el esculpido heleno? ¿Permanecería<br />

para siempre ignoto, en el interior del caracol vacío hasta el cual rodé, y por cuyas<br />

resquebrajaduras espiaba la vida metódica, tediosa a veces y a veces audaz y violenta,<br />

como la vida humana, de los ciudadanos del mar? Sufrimos de temor un año entero, en<br />

que la menor perturbación de nuestro contorno nos sobresaltaba, y nada nuevo se<br />

produjo. Empezábamos a tranquilizarnos, gracias a la quimera de que el brazo bastaría<br />

como tributo y de que, por un golpe de suerte, el pescador no había reconocido a<br />

Poseidón, bajo su disfraz encostrado, cuando, de pronto, dos hombres surgieron de la<br />

altura, en condiciones idénticas a las del previo viaje submarino. Pero aquellos<br />

pescadores no querían esponjas; querían apoderarse de mi amigo. Sus esfuerzos<br />

resultaron inútiles, tanta carga acarreaba el bronce del ateniense, y tan metido estaba en<br />

el compacto lodo. Lo oí gritar (su voz era lo único, único, que se oía en el silencio<br />

enorme, y sólo la oía yo), y a ellos, desde mi escondite, los vi forcejear y luchar, pero<br />

más podía el quieto cuerpo de metal que los de aquel par de fornidos hombrachos, no<br />

obstante el relieve de sus músculos y lo mucho que pujaron y se desgoznaron en torno<br />

del inalterable Poseidón. Tuvieron que salir a escape, porque el aire les faltaba, y no<br />

regresaron ya. Deduje y lo conversé con mi colega, quien compartió mi juicio, que<br />

aquellos atletas frustrados habían sido una pareja de ladrones, cuyos cómplices los<br />

aguardaban arriba, en algún viejo lanchón, por la pobreza de los medios de rescate de<br />

que disponían para mí trabajo tan pretencioso.<br />

No tornaron ellos a molestar; en cambio, cuando habían transcurrido dos años desde el<br />

hallazgo del brazo, y había culminado el relato de mi existencia, de manera que<br />

comenzábamos a aburrirnos sin saber qué decir, ni disponer de más recurso oratorio que<br />

alguna repetición matizada con amables monosílabos, hete aquí que fue evidente la<br />

materialización de un plan serio con miras a recobrar la estatua, ya no como resultado<br />

del afán de depredadores vulgares, sino como fruto de la organizada voluntad técnica de<br />

quienes aspiraban a enriquecer a Grecia con la reivindicación de una magna obra de arte<br />

(pues para mi intuitiva astucia no cabía dudar de que mi ilustre, ingenuo e invisible<br />

vecino, era excepcional; y no me equivoqué).<br />

Esta vez no fueron dos los visitantes de las zonas superiores. Fueron ocho, diez, y<br />

acarreaban complejos equipos. Su invasión repentina ocasionó el pánico en nuestro<br />

medio. Doquier, se enloquecieron nuestros vecinos: la soñolienta, vacilante, pero<br />

bailarina ondulación de los organismos vegetales asidos a las rocas, se transformó en<br />

una vehemencia de gesticulaciones desesperadas. Por lo menos yo lo juzgué así, desde<br />

mi observatorio. Huyeron los peces, en sentido contrario; se refugiaron los pulpos dentro<br />

de la panza de sus rotas vasijas; las esponjas se echaron a temblar; salió no sé de dónde<br />

un animal fabuloso, el tronco de laca azur y la cola de esmalte sinople, armado como un<br />

samurai japonés, y luego de considerar el pro y el contra optó por escabullirse tras los<br />

demás. Una cuadrilla, cuyos integrantes se turnaban de continuo, concentró su actividad<br />

en Poseidón y el Jinete, que fueron desenterrados y encadenados con respetuosa<br />

prolijidad, hasta que los vi elevarse, revestido cada uno con su yelmo, su plumaje, su<br />

coraza y sus canilleras de conchas y parásitos nacarados, como dos guerreros más, pero<br />

éstos europeos, medievales, y dignos de la isla de Avalón. Supe luego que los hombres<br />

de la cuadrilla, en su mayoría pescadores de esponjas, habían sido adiestrados para la<br />

operación por Christos Carouzps, quien la organizara, y que la Marina Griega intervino en<br />

la tarea.<br />

—¡Adiós, amigo! —alcancé a transmitirle a mi compinche de la profundidad, mientras era<br />

izado, y él me respondió en términos iguales. Se había establecido entre nosotros la<br />

camaradería que surge del compartido aislamiento, y a pesar de saberlo simple, como<br />

suelen ser los que, gladiadores o gimnastas, sólo se preocupan por los resortes y ajustes<br />

de la propia musculatura, llegué a quererlo a Poseidón, manso y afectuoso, a quien me<br />

unía la confraternidad carcelera. Ahora, en tanto remontaban las esculturas, me<br />

acongojaba la certidumbre de la condena a la soledad definitiva.<br />

—¡Osiris! ¡Osiris! —clamé—. ¡Nefertari!, ¡divina Nefertari!<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 255<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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