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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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En ocasiones no bailaban; la corriente arrastraba nuestra casa flotante, lerda como un<br />

hipopótamo, y algunos de los remeros entonaban un canto de tan antiguas raíces que yo,<br />

vagamente, recuperaba sus versos y su melodía, por haberlas escuchado en tiempos de<br />

los remotos faraones, cuando la barca de los dioses de extrañas cabezas se deslizaba por<br />

el Nilo. Esas salmodias envolventes acentuaban la voluptuosidad de la atmósfera; la<br />

Duquesa y el torerito, estirados en una confusión de almohadones, entretejían<br />

amorosamente sus brazos y en ocasiones sus piernas; y Mrs. Dolly, como su <strong>Escarabajo</strong>,<br />

miraba al cielo misterioso, en apariencia pendiente de la nostálgica música, pero sentía<br />

que, a diferencia de lo que me pasaba, se saturaba de rencor.<br />

Aquella dispar situación no podía prolongarse: poco a poco, sutilísimamente,<br />

delicadísimamente, con una habilidad pasmosa dado el riesgo que afrontaba y la<br />

vigilancia ejercida por Maggie, Mrs. Vanbruck puso en juego una tenacidad y un disimulo<br />

dignos de un siux, consagrando su experiencia a la seducción del español, que en verdad<br />

merecía ese deportivo esfuerzo. Consiguió menos que a medias su complicado propósito,<br />

pero tan reducida proporción de éxito fue suficiente para dar brusco fin a nuestro<br />

viaje. Sucedió cuando descendimos en Dendérah, donde el río traza su gran curva, a<br />

fin de visitar los templos construidos por los emperadores romanos, y fotografiar el<br />

célebre relieve de Cleopatra y su hijo Cesarión. La Duquesa se detuvo ante dicho relieve,<br />

en el quiosco de Isis-Hathor, que detallaba un guía, y Mrs. Vanbruck lo aprovechó, detrás<br />

del templete, para estrechar al andaluz con furia apasionada. Maggie habrá advertido la<br />

fortuita ausencia de sus compañeros, así que abandonó al guía en plena narración de la<br />

vida sentimental de Cleopatra VII y, conducida por su instinto, descubrió a los felones<br />

alevosos en estrecho intercambio. <strong>El</strong> resto es previsible: los gritos de ambas amigas,<br />

que dejaban de serlo; los ecos que perturbaron la paz de las salas hipóstilas, de los<br />

capiteles hathóricos, del sorprendido y obeso dios Bes, difusor de legría, de<br />

Cleopatra y su hijo, que eternamente presentan un incensario, y de los escasos turistas,<br />

dedicados a escarbar el arenal ardiente con los bastones, seguros de hallar un<br />

fragmento precioso: el inmediato abandono nuestro y de la criada francesa de la<br />

dahabieh, amontonando el equipaje a la diabla; la partida de la nave al compás de sus<br />

remeros, impasibles en la proa la Duquesa y el recobrado sinvergüenza Currito, mientras<br />

que la impotente Mrs. Vanbruck, desde el muelle, ante los nativos estupefactos, les<br />

vociferaba improperios; y nuestro regreso a Alejandría, en el tren deplorable que<br />

tomamos en Asiut.<br />

La viuda del espeluznante hombre de negocios de Wall Street era, a su vez, una mujer<br />

fuerte. De inmediato nos trasladamos a París, y allí convocó a Mr. Jim Fraser su<br />

helenista-egiptólogo. Juntos planearon, para vanidad imperiosa de la primera, e<br />

ilusionado deleite del segundo, la compra de un yacht espléndido, que se ofrecía en<br />

Marsella. Pronto, Mrs. Vanbruck fue dueña del que rebautizó eufónicamente, «Lady Van»,<br />

y para el que contrató un capitán, un contramaestre, un telegrafista, un médico, un<br />

cocinero, un pinche y siete marineros, siete lobos veteranos. Y pronto nos hicimos al<br />

mar, orientado el velamen. <strong>El</strong> «Lady Van» surcó, airoso, elegante como una gran dama<br />

joven que entrase en un salón alfombrado de azul, las aguas del Mediterráneo. Mr. Dolly,<br />

acostada en una colchoneta, cubierta con lo mínimo propuesto por el minimísimo pudor y<br />

el obvio buen gusto, escuchaba tarde a tarde a Mr. Jim, su viejo adorador, que le<br />

resumía, como para un niño, las aventuras de Ulises, y yo las escuchaba en su guante:<br />

¡qué lejos quedaban Maggie Brompton y la pachorruda modestia de su dahabieh!<br />

En Nápoles, en la capilla ancestral de mi querido Don Raimondo de Sangro, Príncipe de<br />

Sansevero, encontró mi señora lo que tanto necesitaban su masajeado cuerpo y su<br />

vanidad enfierecida, y yo encontré mi exilio submarino: ambos por obra y desgracia de<br />

Giovanni Fornaio, el gigolo en cuyo rostro reconocí, pero desprovisto de nobleza, al<br />

lejano de Alcibíades. Por culpa del tal Giovannino o, más allá de él, por culpa del Brillante<br />

mudo, insoportable, que en vano pretendió el muchacho arrancar de su dedo, me<br />

sumergí en las profundidades del mar de Grecia, para entablar mi largo diálogo con<br />

Poseidón. Tres años tarde en referir lo que hasta ahora, compendiado, he expuesto,<br />

reanudando mi historia y mis historias, como una cotidiana Scheherezada diurna, sin<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 253<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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