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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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actividades de sus nietos militares, diplomáticos, funcionarios en la India y en Australia,<br />

no consiguiendo atraer sino superficialmente la atención; la Duquesa de Brompton, la<br />

mujer del Gordo importante y la Princesa de Bisignano discutieron las ventajas y las<br />

desventajas de anular por fin sus rodetes, pues sólo Maggie llevaba el corte de pelo a la<br />

garconne; y Mrs. Dolly anduvo con Lady Thompson-Trump, curioseando unas miniaturas<br />

y los paisajes romanos de Hubert-Robert, y repitiendo «¡Qué maravilla!» Hasta que<br />

reaparecieron los caballeros, olientes a coñac, a cigarro y a murmuraciones obscenas, el<br />

tedio fue general; llegados ellos, la situación no prosperó, por la imposibilidad de<br />

descifrarlo al Gordo, a quien la camisa de frac se le había ondeado, en tanto que el cuello<br />

almidonado se le incrustaba en la carne, y a quien empero a cada instante pedían su<br />

opinión acerca de un debate sobre impuestos que dividía a la Cámara de los Comunes; y<br />

a causa del desapego con que la desabrida Princesa de Bisignano se refirió a Nápoles,<br />

solicitada por Sir Cecil, que había estado allí treinta años atrás: parece que el Príncipe y<br />

ella vivían en Roma, y que muy de tarde en tarde volvían al palacio ancestral,<br />

fraccionado y repartido ahora en departamentos de renta, y provisto de un ascensor que<br />

modernizaba (por de contado, afeándolo) el gran patio de los escudos. ¡<strong>El</strong> Palacio<br />

Bisignano! Sólo yo me interesé vivamente por lo que refería, y ansié que siguiera<br />

hablando de la ciudad de Donna Oderisia y de Don Raimondo de Sansevero, porque se<br />

reflejaron con nitidez en mi memoria la escalinata de roídos mármoles, y los criados de<br />

dudosas casacas que presentaban los candelabros a los huéspedes parlanchines de la<br />

vieja señora, pero la Princesa belga no lo hizo, y derivó el tema a Bruselas y a Roma.<br />

Entonces Lord Vernon, que obviamente conocía al dedillo las costumbres del ilustre<br />

Gordo, al que trataba con excepcional llaneza, propuso que armasen un partido de<br />

bridge, lo que animó al ya soñoliento prócer. Se alejaron los dos a la pequeña sala<br />

vecina, con Sir Cecil y un Consejero de la Embajada de Italia, cincuentón soltero invitado<br />

doquier, por su amabilidad histórica y porque completaba las mesas. <strong>El</strong> resto osciló<br />

formando grupos, asomándose a la terraza, pese al frío, sirviendo whisky, y<br />

verosímilmente criticándose en voz baja los unos a los otros. Fue a esa altura de la<br />

reunión cuando Mrs. Vanbruck tomó del brazo a su amiga la Duquesa, y le sugirió que,<br />

puesto que no había más que hacer, se acercaran a los jugadores; se les unió la Princesa<br />

de Bisignano, y juntas atravesaron el salón que adornaban las pinturas de las ruinas de<br />

Italia; caminaban las tres con fácil soltura, y recuerdo que sus tres vestidos, el celeste de<br />

Mrs. Dolly, el rosado de Maggie y el amarillo tenue de la Princesa, armonizaban<br />

cromáticamente a la perfección. Entraron en la salita, y los bridgistas les sonrieron por<br />

encima de los abanicos de cartas.<br />

—Dos corazones —dijo Thompson-Trump.<br />

—Tres tréboles —dijo el Gordo.<br />

—Tres corazones —dijo Lord Vernon.<br />

—Cinco tréboles —dijo el Consejero.<br />

Ganaron la mano el Consejero y el Gordo; le tocaba dar a Vernon. Advertí que Mrs.<br />

Vanbruck empezaba a desprenderse las tiras que le sostenían el vestido en los hombros;<br />

nadie más lo notó, porque la norteamericana había retrocedido hacia la media luz que<br />

circundaba la claridad redonda de la gran lámpara, bajo la cual resplandecían las calvas,<br />

los gemelos, las sortijas, las pulidas uñas y las brasas de los cigarros de los señores. Mrs.<br />

Vanbruck deslizó con habilidad el forro de seda de Cheruit, descubriendo sus pechos,<br />

quirúrgicamente impecables. Lo vio Maggie y lanzó un grito. Volviéronse todas las<br />

cabezas, y los presentes comprobaron, atónitos, como ante una alucinación, que Mrs.<br />

Dolly continuaba bajando el vestido celeste, y que exhibía la mimada pulcritud de su<br />

vientre, de su ombligo, para terminar arqueando sobre la cabeza sus brazos de encaje<br />

negro, en los que el Brillante y yo resplandecíamos como dos ojos luminosos en sendas<br />

antenas. Levantáronse los cuatro ingleses, abandonando los naipes; únicamente los<br />

conservó en la diestra el Gordo, que estaría ganando, y que resopló su ceceo:<br />

—Zeñora... zeñora... ¿qué ez ezto, zeñora...? Dijo Mrs. Vanbruck, poderosa, insolente<br />

viuda de banquero, y circulante entre muchachos occidentales y orientales.<br />

—Quiero que me mire con atención, Sir Cecil. Quiero que verifique si escondo alguna<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 251<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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