Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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—Tonterías... Los inquietan tus guantes. Mrs. Dolly alzó sus manos, que ese día calzaban un par de suave hilo gris, y el Brillante y yo echamos a centellear nuestras mejores luces. —¿Mis guantes? —Los inquietan, los desconciertan. Ya sabes cómo son... Siempre con guantes... siempre con guantes... La señora norteamericana que usa siempre guantes... —¿Qué les puede importar? —Nada. Pero les importa. Y dicen... se les ha ocurrido... —¿Qué? La Duquesa lanzó un suspiro hondo e hizo una pausa: —Disparates, Dolly... que... que estás enferma... que por eso usas guantes... que tienes el cuerpo cubierto de manchas, de úlceras... disparates... y que con los guantes escondes las de las manos... Pero, mi querida, no te preocupes... Mi dueña se levantó de un brinco. Vibraba. La ahogaba la indignación. Maggie aguzó la maldad hasta el límite: —Sin embargo, pensé que te debía prevenir, Dolly... porque ahora... ahora... en lo de Lady Crew... en lo de Cecil... he oído pronunciar una horrible palabra... —¿Qué palabra? —Disparates, mi amor... hablan de lepra... —¿Lepra? ¿Acaso no saben que la lepra se ve en la cara... que desfigura? —No saben nada, mi amor... Son ignorantes... idiotas... Por eso no debes preocuparte. Mrs. Dolly Vanbruck se preocupó. Habrá que recurrir a la vieja imagen de la fiera enjaulada, para describir sus vueltas dentro de su departamento del hotel. Dos días después, resolvió partir de Londres. Su criada francesa estaba preparando el equipaje, en momentos en que el teléfono campanilleó, y en que en él sonó nuevamente la voz inconfundible de Maggie: —Querida, debí llamarte antes. Espero que no hayas tomado a pecho lo que me creí obligada a decirte... —No. Es una estupidez. De cualquier modo, me voy a París, a lo de Stéphanie Polignac. —¿Te vas? No te vayas todavía, amor. Me han convidado los Vernon para una comida algo improvisada, en honor de una italiana, la Princesa de Bisignano... el martes... y me han pedido que te lleve... No titubeó Mrs. Vanbruck. Aceptó en seguida, quizá demasiado rápidamente. Y yo quedé absorto, conmovido por el nombre de la gran dama singular a quien pertenecí en Nápoles. ¿En quién habría recaído el título ahora? Donna Oderisia careció de posteridad directa. Lo habría heredado un colateral. O acaso, como alguna vez soñé, los actuales Bisignano tendrían por antecesores a Alfred Franz von Howen y a Clarice Martelli, los videntes. Lejanas memorias acudieron hasta mí, como fantasmas. Y al mismo tiempo se me ocurrió que la Duquesa, arrepentida de su perversidad, había hecho invitar a Mrs. Dolly a la comida de Lord Vernon, para darle un gusto, pues sabía de sobra que su hambre de muchachos era paralela a su hambre de elegancias frívolas. Mrs. Dolly se arregló para el caso, cuidadosa y admirablemente. Estrenó un vestido de Cheruit, de seda celeste, con tres franjas de volados de tul del mismo color, y una cola que arrastraba apenas, el cual le ceñía el cuerpo, que la gimnasia, los masajes, las caminatas y la equitación (acaso también el amoroso deporte) mantenían ágil y erguido; rodeó su cuello con una larga sarta de perlas prodigiosas, entremezcladas con zafiros equivalentes, y a mi altanero socio el Brillante y a mí nos destacó sobre un par de guantes negros que le modelaban los brazos hasta el codo. La comida «algo improvisada» reunía a veinticuatro personas alrededor de la mesa, y la Princesa de Bisignano no era italiana, como supuso Maggie, sino belga; también era alta, desgarbada, falsamente rubia y efectivamente dientuda. A Mrs. Vanbruck la sentaron junto a Sir Cecil Thompson-Trump y frente a un gordo ceceoso cuyo nombre no capté, y que debía de ser un personaje de mucha influencia, porque cuando hablaba él, los de alrededor guardaban un silencio obsequioso y lo comentaban elogiosamente. Luego del postre complejo, difícil de servir, se retiraron las señoras al salón decorado con paneles de Hubert Robert, y la anciana Lady Vernon, acurrucada junto a la chimenea, detalló las 250 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

—Tonterías... Los inquietan tus guantes.<br />

Mrs. Dolly alzó sus manos, que ese día calzaban un par de suave hilo gris, y el Brillante y<br />

yo echamos a centellear nuestras mejores luces.<br />

—¿Mis guantes?<br />

—Los inquietan, los desconciertan. Ya sabes cómo son... Siempre con guantes... siempre<br />

con guantes... La señora norteamericana que usa siempre guantes...<br />

—¿Qué les puede importar?<br />

—Nada. Pero les importa. Y dicen... se les ha ocurrido...<br />

—¿Qué?<br />

La Duquesa lanzó un suspiro hondo e hizo una pausa:<br />

—Disparates, Dolly... que... que estás enferma... que por eso usas guantes... que tienes<br />

el cuerpo cubierto de manchas, de úlceras... disparates... y que con los guantes escondes<br />

las de las manos... Pero, mi querida, no te preocupes...<br />

Mi dueña se levantó de un brinco. Vibraba. La ahogaba la indignación. Maggie aguzó la<br />

maldad hasta el límite:<br />

—Sin embargo, pensé que te debía prevenir, Dolly... porque ahora... ahora... en lo de<br />

Lady Crew... en lo de Cecil... he oído pronunciar una horrible palabra...<br />

—¿Qué palabra?<br />

—Disparates, mi amor... hablan de lepra...<br />

—¿Lepra? ¿Acaso no saben que la lepra se ve en la cara... que desfigura?<br />

—No saben nada, mi amor... Son ignorantes... idiotas... Por eso no debes preocuparte.<br />

Mrs. Dolly Vanbruck se preocupó. Habrá que recurrir a la vieja imagen de la fiera<br />

enjaulada, para describir sus vueltas dentro de su departamento del hotel. Dos días<br />

después, resolvió partir de Londres. Su criada francesa estaba preparando el equipaje, en<br />

momentos en que el teléfono campanilleó, y en que en él sonó nuevamente la voz<br />

inconfundible de Maggie:<br />

—Querida, debí llamarte antes. Espero que no hayas tomado a pecho lo que me creí<br />

obligada a decirte...<br />

—No. Es una estupidez. De cualquier modo, me voy a París, a lo de Stéphanie Polignac.<br />

—¿Te vas? No te vayas todavía, amor. Me han convidado los Vernon para una comida<br />

algo improvisada, en honor de una italiana, la Princesa de Bisignano... el martes... y me<br />

han pedido que te lleve...<br />

No titubeó Mrs. Vanbruck. Aceptó en seguida, quizá demasiado rápidamente. Y yo quedé<br />

absorto, conmovido por el nombre de la gran dama singular a quien pertenecí en<br />

Nápoles. ¿En quién habría recaído el título ahora? Donna Oderisia careció de posteridad<br />

directa. Lo habría heredado un colateral. O acaso, como alguna vez soñé, los actuales<br />

Bisignano tendrían por antecesores a Alfred Franz von Howen y a Clarice Martelli, los<br />

videntes. Lejanas memorias acudieron hasta mí, como fantasmas. Y al mismo tiempo se<br />

me ocurrió que la Duquesa, arrepentida de su perversidad, había hecho invitar a Mrs.<br />

Dolly a la comida de Lord Vernon, para darle un gusto, pues sabía de sobra que su<br />

hambre de muchachos era paralela a su hambre de elegancias frívolas.<br />

Mrs. Dolly se arregló para el caso, cuidadosa y admirablemente. Estrenó un vestido de<br />

Cheruit, de seda celeste, con tres franjas de volados de tul del mismo color, y una cola<br />

que arrastraba apenas, el cual le ceñía el cuerpo, que la gimnasia, los masajes, las<br />

caminatas y la equitación (acaso también el amoroso deporte) mantenían ágil y erguido;<br />

rodeó su cuello con una larga sarta de perlas prodigiosas, entremezcladas con zafiros<br />

equivalentes, y a mi altanero socio el Brillante y a mí nos destacó sobre un par de<br />

guantes negros que le modelaban los brazos hasta el codo. La comida «algo<br />

improvisada» reunía a veinticuatro personas alrededor de la mesa, y la Princesa de<br />

Bisignano no era italiana, como supuso Maggie, sino belga; también era alta,<br />

desgarbada, falsamente rubia y efectivamente dientuda. A Mrs. Vanbruck la sentaron<br />

junto a Sir Cecil Thompson-Trump y frente a un gordo ceceoso cuyo nombre no capté, y<br />

que debía de ser un personaje de mucha influencia, porque cuando hablaba él, los de<br />

alrededor guardaban un silencio obsequioso y lo comentaban elogiosamente. Luego del<br />

postre complejo, difícil de servir, se retiraron las señoras al salón decorado con paneles<br />

de Hubert Robert, y la anciana Lady Vernon, acurrucada junto a la chimenea, detalló las<br />

250 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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