Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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continuo sus aprovisionamientos. Llegaban a hoteles comparables con el usufructuado<br />
por el Rey Arthur y sus paladines, en la isla de Avalen, y al punto se difundía la<br />
información de su presencia, que porteros, ascensoristas, maitres y grooms capitalizaban<br />
con provechos memorables, en Europa, en América, en la India, en Egipto, en Estambul,<br />
al fiscalizar y discriminar el aspirante fluir masculino hacia las viajeras. Las dos<br />
manejaban el arte sutil de combinar esa vida con las exigencias del trato mundano;<br />
entraban y salían en las embajadas, en las recepciones, participaban de los cocktails, de<br />
las comidas, de los bailes; iban al teatro, a la ópera, a museos, a catedrales, a las<br />
carreras a cacerías; pasaban temporadas en playas, en montañas, en castillos; subían en<br />
mailcoaches, en Hispano-Suizas, en Rolls-Royces; compraban y regalaban lo más caro,<br />
equivocándose a menudo; y a su turno daban bailes, comidas y fiestas. Tenían los<br />
músculos de hierro, de bronce las entrañas y de fuego la sensualidad. Eran asombrosas y<br />
temibles. Merced a ellas y a su permanente ir y venir alrededor del globo terráqueo,<br />
experimenté el estupor de reencontrarme con viejos conocidos cuando menos lo<br />
esperaba. Tal como recuperé a la cortesana Simaetha en el rostro de Maggie Brompton,<br />
y en el de su mayordomo a Felipe IV, topé con Febo di Poggio desnudo, en la casa<br />
londinense de la Duquesa, por obra del dibujo de Miguel Ángel en cuya elaboración<br />
cooperé, y que allá atribuían a Sebastiano del Piombo. Porque me llevaron al Louvre, me<br />
encaré repentinamente con un modelo de Pontormo, en quien reconocí al orfebre<br />
Michelino di Paolo Poggini, autor de mi tercer engarce, identidad que las autoridades del<br />
museo ignoran, así como en el Prado hubiese querido detenerme más ante la soberbia<br />
pintura del enano Don Diego de Acedo, por Velázquez, pero inquietaba a las señoras el<br />
eclipse de un tal Harry, protegido de turno de Mrs. Vanbruck, quien se había esfumado<br />
en la pinacoteca, y hubo que apurarse para no perderlo. Vi, en el Tesoro de la Catedral<br />
de Reims, el Talismán que en España colgaba sobre la barba más o menos florida de<br />
Carlomagno, y que la Duquesa pretendió adquirir para su acompañante, un pequeño<br />
turco afectuoso; vi en Nueva York, en la Frick, la alta y elegante figura, retratada por<br />
Whistler, del Conde de Montesquiou, cuya virilidad para mi asombro subrayó Mrs. Dolly;<br />
y vi con horror, en <strong>El</strong> Cairo, dentro de una vitrina, la espantosa mueca de la momia de<br />
Ramsés el Grande. Si hubiese visto los restos de Nefertari en un estado similar, no sé a<br />
qué se hubiera equiparado mi desesperada amargura, de modo que bendije a los<br />
ladrones cuya barbarie los eliminó. La Reina permanece intangible e incorruptible en mi<br />
memoria; la Reina atraviesa mis jornadas como una cálida y dulce claridad; y yo, su<br />
<strong>Escarabajo</strong>, hubiera anhelado ser su perro, su lebrel, ser como el Qitmir de los<br />
Durmientes, lamer su mano perfumada y estirarme al amparo de sus pies divinos. ¡Ah<br />
Nefertari! ¡Ah mi Reina! ¡Qué distintas de ti eran aquellas mujeres de otro continente y<br />
otra centuria, que no parecían de tu sexo, sino también de otro, rabioso y quemante<br />
como la boca de un dragón, y que me empujaban y sacudían, de torbellino en torbellino,<br />
frenéticas de audacia!<br />
Hay una anécdota, en la cual intervienen las dos, que evoco pues define su carácter. <strong>El</strong><br />
incidente se produjo cuando la Duquesa acababa de comprar el cuadro de Turner para su<br />
residencia de Belgrave Square. Posiblemente irritó a Maggie la inexplicable testarudez de<br />
su amiga, quien sin autoridad ni razón negaba la autenticidad del óleo, en el cual ella<br />
cifraba mucho orgullo, y resolvió vengarse de una manera tan cruel como estúpida. Le<br />
telefoneó al «Savoy», donde parábamos, y le propuso que la acompañara a almorzar en<br />
su casa, y allá nos fuimos, ayunos de la habladuría que había inventado, porque estoy<br />
seguro de que fue Maggie quien la inventó. Luego de comer, encerráronse las señoras en<br />
la biblioteca a tomar el café, y yo no atendí, aburrido, su frívola charla, observando tanto<br />
libro inútil y bien encuadernado, tanta bella esfera geográfica, el retrato de la Duquesa<br />
por Boldini, el cuerno de unicornio y el dibujo del adolescente Febo, que Buonarroti trazó<br />
en la Sacristía de los Médicis, conmigo en su anular. De súbito, un crisparse de la mano<br />
de Mrs. Vanbruck me obligó a fijar la atención en lo que Maggie estaba diciendo:<br />
—Son chismes... por supuesto chismes, sin importancia... pero yo lo he oído en varias<br />
partes... y ayer, nuevamente, en lo de Cecil...<br />
—No te entiendo. ¿Qué dicen exactamente?<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 249<br />
<strong>El</strong> escarabajo