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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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con alguien llamado Mr. Fraser, quien en breve entró en el negocio. Me enfrenté<br />

entonces por primera vez con Mr. Jim, el (ése sí de verdad) egiptólogo y helenista de<br />

Mrs. Dolly. Me depositó el anticuario en una mesilla, sobre un paño blanco que exaltó mis<br />

méritos, y Mr. Jim me alzó entre dos dedos, con escrúpulo exquisito, y me estuvo<br />

examinando durante buen espacio bajo una lupa.<br />

—Es auténtico —dictaminó—, y por la inscripción y el «cartouche» debe de haber<br />

pertenecido a la Reina Nefertari o Nofretari o Nofretete, esposa preferida de Ramsés II.<br />

Posteriormente le han añadido este engarce de lirios de plata, que recuerdan el estilo de<br />

Lalique.<br />

Como se deducirá, aquel septuagenario huesudo de brillante calvicie, oliente a tabaco,<br />

que sin cesar guiñaba ambos ojos, en seguida ganó mi afecto. Por fin aparecía alguien<br />

que reconocía sin errar mi estirpe, y me otorgaba mi exacto valor. Si hubiese podido,<br />

hubiera dilatado de orgullo mi caparazón azul.<br />

—Tengo la certeza —añadió Mr. Jim— de que Mrs. Vanbruck lo comprará. Corresponde<br />

exactamente a lo que busca. ¿Cómo lo consiguió?<br />

—Regateando —respondió el comerciante ventrudo, y la humildad con que miró al suelo<br />

acentuó su apariencia prelaticia—. Procede de la colección de Ismail Pacha, quien fue<br />

Khedive de Egipto hace cincuenta años. Su actual propietario, descendiente de ese<br />

príncipe, pide mucho por él.<br />

—Ya veremos.<br />

Y en efecto, se vio y se compró. Para Mrs. Vanbruck, lo imposible, financieramente, no<br />

existía. <strong>El</strong> poeta Cinna había imaginado que, antes de ser suyo, fui de Cleopatra, y ahora<br />

este comerciante urdió que tuve por amo al Khedive: si supiesen cuáles han sido mis<br />

dueños en realidad y por qué manos anduve, no hubieran necesitado recurrir a patrañas.<br />

Por lo demás, Mrs. Vanbruck eliminó la mención del Khedive Ismail, que habrá juzgado<br />

modesta en exceso, y optó por decir que mi ilustre poseedor, en el siglo XIX, fue el Rey<br />

Luis de Baviera, el de Wagner. Allá ella, si lo prefería.<br />

Lo indudable es que a mí, al <strong>Escarabajo</strong>, me prefirió a sus docenas de sortijas, pues no<br />

bien le fui presentado por Mr. Jim Fraser, dentro de un suntuoso estuche, me adoptó,<br />

insistiendo en que de mí dependía su buena suerte, o sea utilizando el argumento<br />

opuesto al que usó el anticuario de la rue Bonaparte para obtenerme, y probando de ese<br />

modo la arbitrariedad de las afirmaciones supersticiosas que los de mi clase sugieren.<br />

Ingresé en su dedo medio de la mano derecha, y por morada lo tuve hasta que me<br />

arrojaron al Egeo, siete años después. En su curso, debo de haber ceñido el diversísimo<br />

material de más de diez mil guantes y mitones y con mi insoportable colega el Brillante<br />

del anular izquierdo, calculo que habré recorrido entre doscientos y doscientos<br />

cincuenta cuerpos de hombres jóvenes, fornidos y blandos, magros y robustos, velludos<br />

y lampiños, blancos, negros, amarillos, mestizos, mulatos y el de un piel roja, albinos,<br />

pecosos, transpirados, resecos, fríos, tibios, calientes, melancólicos y movedizos,<br />

emprendedores y apáticos, y declaro con admiración y justicia que a todos y cada uno,<br />

Mrs. Dolly Vanbruck, pese a las desventajas de una edad nada breve y a la prudencia<br />

que debía recomendarle la atención de su propia epidermis escindida, remendada,<br />

estirada y cosmetizada, dedicó igual energía, eficacia y curiosidad. Hubiera podido<br />

intercambiar impresiones, sin desmedro de su prestigio, con Monsieur Casanova. Y<br />

no se me tilde de vano si aventuro la sospecha, casi la certidumbre, de que Mrs.<br />

Vanbruck, desde que pasé a enriquecer sus bienes personales, me vinculó con la creencia<br />

mágica de que gracias a mí estaba en condiciones físicas de llevar adelante su campaña<br />

de satisfacción erótica (así como el fulgor del Brillante le confirmaba la presencia de las<br />

bases económicas que la costearían), porque cada vez que se aprestaba a emprender<br />

conmigo un viaje minucioso a través de un ser humano, empezaba por besarme<br />

fervorosamente, y por susurrarme con yanqui gangosidad: —Let's do it!<br />

Lo hacíamos, lo hacíamos, vaya si lo hacíamos y lo volvíamos a hacer, y en eso<br />

rivalizábamos con el Tiempo... el Tiempo, voraz como Mrs. Vanbruck. Ni siquiera su<br />

dilecta amiga Maggie, Duquesa de Brompton, era capaz de competir en número (aunque<br />

sí en calidad) sobre el plano que estoy considerando, con la viuda del banquero de<br />

Filadelfia y Wall Street. La compartida pasión de ambas por los viajes, ampliaba de<br />

248 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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