Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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¡Ay, ay!, ¡qué desgraciada composición!, ¡qué pobre alegoría de la Falta! Por un lado Madame Mortier, lívida bajo el gran sombrero enlutado, Madame Mortier, que en ese instante hubiera merecido llamarse Madame la Mort; por el otro la desigual pareja desnuda, el muchacho que estrechaba a la mujer-estatua, y la mujer, Matilde, cobijándolo o desvistiéndolo, según los desplazamientos de su monstruosa cabellera, en cuyo enredo asomaba y me desvanecía yo, el insecto luminoso; y por fin las alfombras y su rígido oleaje. Madame Mortier no se detuvo a considerar los valores del espectáculo. Tomó el brazo izquierdo de Günther, desclavándolo del carnal amasijo, y cuando el jardinero-violinista, parado y balanceándose, pretendió ocultar con la diestra sus vergüenzas (no entiendo por qué las designan así), la mano dura y crispada de la casera cambió de objetivo, engarfiándose en mí, con la consiguiente desazón, supongo, de las vergüenzas vecinas. Entretanto, la opulenta Matilde, Lady Godiva sin gloria, trató de recuperar cierta compostura, y huyó, gimoteando y arrastrando sus ropas por las escaleras. El episodio terminó con la Furia arrancándome del dedo de Günther, y señalándole la puerta cercana, por la cual el muchacho escapó también; gritaba y se frotaba el índice. No lo vimos más. Aquel crepúsculo triste los devoró a él y su violín, y desde ese día el silencio se instaló en la casa. Si continuaban los cuentos en el salón oval, yo no los escuché, ni volvió a encantarme el plástico grupo de Matilde y los niños, multiplicado por los espejos, como si fuese una misteriosa exposición de esculturas idénticas. Madame Mortier me depositó en un cajón de su dormitorio, dentro de la cómoda que adornaba una réplica del retrato del joven Luis XIV por Le Brun. Como la obra de los pintores célebres, las etapas de mi existencia retraída se clasifican por «períodos»: período azul, período rosa, período tumba, período acuático, período cajón (péripde bleue, période tiroir, etc.). Entré, pues, una vez más, en un período cajón. Compartí su penumbra con vetustos terciopelos frecuentados por polillas, y con una variedad de rosarios, escapularios y medallones de reliquias, probablemente habidos en Notre-Dame. Confieso que me sentí forastero e intruso, no obstante mi antiguo baño purificador en agua bendita, por la contigüidad de la uña de San Ubaldo, Obispo de Gubbio, y de la muela de Santa Pelagia de Tarso, a quien cocinaron usando de horno un toro de bronce. Madame Mortier abría a menudo el cajón, pero como Sarah Bernhardt cuando hacía otro tanto con el cofre de las joyas, me desdeñaba. El tiempo se iba, se iba y, lo mismo que en el caso de la divina Sarah, intuía yo que llegaría el momento de mi retorno a la franca luz. Sucedió súbitamente, en oportunidad en que, revolviendo los rosarios cargados de cruces, de medallas y de insignias de congregaciones, Madame Mortier me independizó del encierro cajonero, y quizás obedeciendo a un antojo, me puso en su derecho anular. Si antes me había parecido vieja, viejísima me pareció ahora, y de la acentuación del exterminio de los rasgos reconcentrados, que enzarzaba la red de las arrugas, deduje el largor, hasta entonces incalculable, del tiempo transcurrido. Aquélla fue la fecha original de una notable modificación en mis trajines. De esa ocasión en más, dejé la casa dos veces por día, con Madame Mortier. Notre-Dame de París era nuestra meta. Madame Mortier recorría la larga nave, distribuyéndose el trabajo con las ostras enlutadas señoras. Removía sillas, sacudía un plumero sobre altares y sepulcros, preparaba velas, plegaba vestiduras, pasaba la bolsita de la colecta, y se diferenciaba de las restantes damas por la singularidad de sus devociones, pues cada una de ellas tenía la preferida (la Virgen, San Dionisio, San Luis, Santa Genoveva, San Andrés, San Carlos Borromeo, y cuanto imaginó el frenesí reconstructor del arquitecto Viollet-le-Duc). La piedad de Madame Mortier se concentraba, singularmente, en la estatua de Luis XIV de hinojos, que está tras el altar mayor. Frente a ella, caía Madame Mortier de rodillas, y su bigote se movía como un negro gusanillo, mientras musitaba una oración. ¿Qué le pediría Madame Mortier al soberano galante, entre sucesivas señales de la cruz? Algo muy íntimo sería, relacionado con lo que el Rey Sol evidenció de más ardientemente novelesco, porque luego se trasladaba a la sala del Tesoro, y reiteraba sus prosternaciones ante el armario que contiene el crucifijo de marfil regalado por Luis XIV a Mademoiselle de la Valliére. A mí me entusiasmaban las visitas a Notre-Dame, sobre todo de tarde, cuando después del concierto litúrgico, acallada la tempestad maravillosa que 246 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

¡Ay, ay!, ¡qué desgraciada composición!, ¡qué pobre alegoría de la Falta! Por un lado<br />

Madame Mortier, lívida bajo el gran sombrero enlutado, Madame Mortier, que en ese<br />

instante hubiera merecido llamarse Madame la Mort; por el otro la desigual pareja<br />

desnuda, el muchacho que estrechaba a la mujer-estatua, y la mujer, Matilde,<br />

cobijándolo o desvistiéndolo, según los desplazamientos de su monstruosa cabellera, en<br />

cuyo enredo asomaba y me desvanecía yo, el insecto luminoso; y por fin las alfombras y<br />

su rígido oleaje. Madame Mortier no se detuvo a considerar los valores del espectáculo.<br />

Tomó el brazo izquierdo de Günther, desclavándolo del carnal amasijo, y cuando el<br />

jardinero-violinista, parado y balanceándose, pretendió ocultar con la diestra sus<br />

vergüenzas (no entiendo por qué las designan así), la mano dura y crispada de la casera<br />

cambió de objetivo, engarfiándose en mí, con la consiguiente desazón, supongo, de las<br />

vergüenzas vecinas. Entretanto, la opulenta Matilde, Lady Godiva sin gloria, trató de<br />

recuperar cierta compostura, y huyó, gimoteando y arrastrando sus ropas por las<br />

escaleras. <strong>El</strong> episodio terminó con la Furia arrancándome del dedo de Günther, y<br />

señalándole la puerta cercana, por la cual el muchacho escapó también; gritaba y se<br />

frotaba el índice. No lo vimos más. Aquel crepúsculo triste los devoró a él y su violín, y<br />

desde ese día el silencio se instaló en la casa. Si continuaban los cuentos en el salón<br />

oval, yo no los escuché, ni volvió a encantarme el plástico grupo de Matilde y los niños,<br />

multiplicado por los espejos, como si fuese una misteriosa exposición de esculturas<br />

idénticas.<br />

Madame Mortier me depositó en un cajón de su dormitorio, dentro de la cómoda que<br />

adornaba una réplica del retrato del joven Luis XIV por Le Brun. Como la obra de los<br />

pintores célebres, las etapas de mi existencia retraída se clasifican por «períodos»:<br />

período azul, período rosa, período tumba, período acuático, período cajón (péripde<br />

bleue, période tiroir, etc.). Entré, pues, una vez más, en un período cajón. Compartí su<br />

penumbra con vetustos terciopelos frecuentados por polillas, y con una variedad de<br />

rosarios, escapularios y medallones de reliquias, probablemente habidos en Notre-Dame.<br />

Confieso que me sentí forastero e intruso, no obstante mi antiguo baño purificador en<br />

agua bendita, por la contigüidad de la uña de San Ubaldo, Obispo de Gubbio, y de la<br />

muela de Santa Pelagia de Tarso, a quien cocinaron usando de horno un toro de bronce.<br />

Madame Mortier abría a menudo el cajón, pero como Sarah Bernhardt cuando hacía otro<br />

tanto con el cofre de las joyas, me desdeñaba. <strong>El</strong> tiempo se iba, se iba y, lo mismo que<br />

en el caso de la divina Sarah, intuía yo que llegaría el momento de mi retorno a la franca<br />

luz. Sucedió súbitamente, en oportunidad en que, revolviendo los rosarios cargados de<br />

cruces, de medallas y de insignias de congregaciones, Madame Mortier me independizó<br />

del encierro cajonero, y quizás obedeciendo a un antojo, me puso en su derecho anular.<br />

Si antes me había parecido vieja, viejísima me pareció ahora, y de la acentuación del<br />

exterminio de los rasgos reconcentrados, que enzarzaba la red de las arrugas, deduje el<br />

largor, hasta entonces incalculable, del tiempo transcurrido.<br />

Aquélla fue la fecha original de una notable modificación en mis trajines. De esa ocasión<br />

en más, dejé la casa dos veces por día, con Madame Mortier. Notre-Dame de París era<br />

nuestra meta. Madame Mortier recorría la larga nave, distribuyéndose el trabajo con las<br />

ostras enlutadas señoras. Removía sillas, sacudía un plumero sobre altares y sepulcros,<br />

preparaba velas, plegaba vestiduras, pasaba la bolsita de la colecta, y se diferenciaba de<br />

las restantes damas por la singularidad de sus devociones, pues cada una de ellas tenía<br />

la preferida (la Virgen, San Dionisio, San Luis, Santa Genoveva, San Andrés, San Carlos<br />

Borromeo, y cuanto imaginó el frenesí reconstructor del arquitecto Viollet-le-Duc). La<br />

piedad de Madame Mortier se concentraba, singularmente, en la estatua de Luis XIV de<br />

hinojos, que está tras el altar mayor. Frente a ella, caía Madame Mortier de rodillas, y su<br />

bigote se movía como un negro gusanillo, mientras musitaba una oración. ¿Qué le pediría<br />

Madame Mortier al soberano galante, entre sucesivas señales de la cruz? Algo muy<br />

íntimo sería, relacionado con lo que el Rey Sol evidenció de más ardientemente<br />

novelesco, porque luego se trasladaba a la sala del Tesoro, y reiteraba sus<br />

prosternaciones ante el armario que contiene el crucifijo de marfil regalado por Luis XIV a<br />

Mademoiselle de la Valliére. A mí me entusiasmaban las visitas a Notre-Dame, sobre todo<br />

de tarde, cuando después del concierto litúrgico, acallada la tempestad maravillosa que<br />

246 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

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