Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
elación que vinculaba a los distintos habitantes de la casa. Se llamaba Matilde, la mujer<br />
de la cabellera espesa como un manto, que en el salón de los espejos mañana a mañana<br />
repetía sus fantásticas historias. Era sobrina de Madame Morder, y nunca aclaré si los<br />
dos niños aliviaban con su presencia las melancolías de su viudez o de su separación, o<br />
materializaban la soltera sensualidad de sus pecados. Los pequeños no se desprendían<br />
de la expansión de su falda, y con ella recorrían despaciosamente, cuchicheando, la casa<br />
que olía a encierro y a alcanfor, azuzados, desde puertas que se abrían a la distancia, por<br />
la voz imperiosa de Madame Mortier y sus mandatos higiénicos. Ningún lazo de sangre,<br />
en cambio, unía a los anteriores y a Günther, huérfano de un músico suizo; el capricho<br />
de la fortuna lo había hecho anclar en aquel desamparado caserón, luego de ambular por<br />
las calles con su violín. Madame Mortier salía dos veces por día (temprano, como hemos<br />
visto, y al atardecer) y cada ausencia suya se dedicaba, con otras damas de edad y<br />
aspecto equivalentes, a ordenar la sacristía y alquilar sillas en la Catedral.<br />
Dentro de la casa, las mañanas estaban consagradas a la Poesía, y las tardes al Amor.<br />
Tras ocuparse más o menos del jardín y, junto con Matilde, de desempolvar algunas de<br />
las estancias numerosas, Günther y ella reiteraban en el salón de baile el cuadro que<br />
antes esbocé, con lo que entrañaba de mágico y fascinador, merced a las contribuciones<br />
de la suelta cabellera y el violín, provocadores de metamorfosis desconcertantemente<br />
embellecedoras. ¡Cuántas consejas arcaicas oí a la sazón, desde el índice del muchacho<br />
que con el arco iba sobre las cuerdas! Hubo vueltas en que mi emocionado interés se<br />
ahondó, porque Matilde, como si desenvolviese tapices viejos, les mostraba a sus hijos<br />
las maravillas del Rey Arthur y el hada Morgana, de la isla de Avalón y de las luchas de<br />
Carlomagno y Roldan, tal como las cantaron los trovadores vagabundos y las recogieron<br />
los compiladores, lo que me devolvió a lugares y gentes remotas, convertidas en<br />
ilustraciones de libros para niños. Muy opuestas eran las escenas que en el mismo lugar<br />
se desarrollaban de las seis a las ocho de la tarde, es decir entre la partida de Madame<br />
Mortier para asistir a la misa de las siete, cuidando del cobro de las sillas, y su regreso.<br />
Entonces, el cotidiano beso en la boca de Matilde, con el cual Günther inauguraba el<br />
relato-concierto matutino, ganaba su máxima y jubilosa expresión, complicándose con<br />
abrazos, caricias, mordiscos, pellizcos, palpamientos, lamidas y demás manifestaciones<br />
entusiastas, para rematar en tiernos jadeos, gruñidos y estertores sofocados. Utilizaban<br />
los amantes, como base del intercambio aludido, las mencionadas y enrolladas<br />
alfombras, previo retiro de la caja del violín; por supuesto, los párvulos no asistían a<br />
dichos episodios. De tal manera, organizadamente, pasó mi estada en la casa de<br />
Madame Mortier. Empezaban los días con una liviana tarea jardinera, y flacas tentativas<br />
a propósito de la suciedad de los cuartos; seguían, con mi concurso al sostén<br />
instrumentista de las narraciones; y culminaban con mi intervención en los entreveros<br />
apasionados de las alfombras. No me podía quejar; lo espiritual y lo físico se mezclaban<br />
con justa proporción en mis actividades, y a no ser por el escozor de remordimiento que<br />
me inquietaba después de cada zambullida en la lustrosa corriente de la cabellera de<br />
Matilde (pues la magna Nefertari se me aparecía en sueños), hubiera sido feliz en la casa<br />
aquella... siempre que eso, equívoco, poliforme, inasible, que designamos con el nombre<br />
arbitrario de felicidad, concretamente exista.<br />
Tres meses fueron gastándose así, entre música y erotismo, entre literatura y espejos. Al<br />
cabo de ellos, torné a comprobar lo pasajero del tiempo feliz, como había acontecido<br />
otras veces, en los meandros de mi biografía. Sonó la hora de que el Senador Quadrato<br />
sorprendiera en el lecho a Cayo Helvio Cinna y Tulia; sonó la hora en que los soñadores<br />
de Venecia averiguaron las voluptuosas lidias de la hija de Marco Polo; sonó la hora en<br />
que Pantasilea, conducida por dos brujas, contempló entrelazados a Vincenzo Perini y<br />
Febo di Poggio; la hora en que el palaciego Marcos de Encinillas se enteró de los<br />
ayuntamientos del enano y su mujer... La hora suena siempre. Es fatal. Y sonó la hora,<br />
que presentía mi experiencia pesimista, de que Madame Morder adelantase su regreso de<br />
Notre-Dame (nunca conocí la causa), y sin previo aviso de llaves sonoras y voces<br />
urgentes, surgiera en el salón de baile, como un fantasma más, pero éste negro,<br />
movedizo, menudo y colérico, erguido sobre la punta de los pies frente a los amantes.<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 245<br />
<strong>El</strong> escarabajo