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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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destruida glorieta y los follajes desnudos, una doble y corta escalinata trazaba su<br />

gracioso movimiento. Por ella bajó, al cabo de unos minutos, una mujer esmirriada,<br />

marchita, roedora, presurosa, vestida de luto del gran sombrero a los zapatos. Verifiqué<br />

después que en su diminuto rostro cetrino, los ojos, la boca y la nariz, juntos, apretados,<br />

poco espacio ocupaban, y que acaso lo más significativo de sus prescindibles facciones,<br />

fuera el bozo, negruzco y espeso, que imponía al resto una permanente expresión de<br />

mando. La casera atravesó rápidamente el mañanero jardín, esgrimió un manojo de<br />

llaves, abrió con él la puertecilla, y desapareció. Luego supe que, como cada día a esa<br />

hora, se aprontaba a trepar a un ómnibus tirado por una yunta de caballos imponentes,<br />

para cubrir la distancia que la separaba de Notre-Dame de París.<br />

Ya solos en la vastedad del salón de baile, apoyó el jardinero la escoba y el rastrillo<br />

contra la pared, se aproximó a la mujer monumental, que como una clásica estatua<br />

sedente, vestida con la suelta holgura de un vestido blanco, presidía la habitación, y la<br />

besó en la boca. Eso me permitió comprobar que era bastante mayor que el joven (tal<br />

vez tuviera treinta y cinco años), y advertir la vulgaridad de su cara, ancha y de rasgos<br />

vigorosos, coronada por una masa de pelo negro. Enrollábanse en el fondo del aposento<br />

unas inmensas alfombras, y Günther hurgó en su bulto del que rescató una caja de<br />

violín; sacó el instrumento y se puso a afinarlo. Cuanto describí hasta este momento,<br />

había transcurrido sin que ni la mujer, ni él, ni los niños que aparentemente dormían,<br />

dijesen una sola palabra. Ahora, las notas agudas y graves, nacidas de súbito en un<br />

interior que parecía abandonado, obraron como si fuesen la primera manifestación de<br />

que todo el oculto mecanismo se ponía en marcha: los niños levantaron las cabezas<br />

brunas en el regazo de la que resultó ser su madre, mirándola con una mezcla de amor y<br />

de curiosidad; ella se soltó el aprisionado torrente del pelo interminable, que cayó en<br />

cascada, envolviéndola hasta esparcirse en los mármoles del piso, como si se estancase<br />

allí, Günther avanzó, tocando algo... no sé... liviano y antiguo, que repentinamente trajo<br />

a mi memoria los conciertos de la Princesa Oderisia, en su palacio de Napóles; y yo,<br />

afirmado en el trémulo arco, volví a gozar la impresión de delicia que no experimentaba<br />

desde que, en manos de Febo di Poggio, tañí en el Ponte Vecchio el laúd de Pantasilea.<br />

Quizás el muchacho no tocase muy bien (¿podía yo juzgarlo?), pero lo evidente, que me<br />

maravilló al punto, fue el encantamiento que emanaba de su ejecución.<br />

La física tosquedad de la mujer se transfiguró, por obra de la música, de la insólita<br />

cabellera derramada que la cubría, y de que comenzó a hablar, a narrar, para embeleso<br />

de los niños y mío, mientras disminuía el poder de las cuerdas, hasta crear un suave,<br />

rítmico acompañamiento, que se ajustaba a las alternativas del relato. Deduje que la<br />

escena era corriente, o sea que ella y Günther aprovechaban las ausencias de Madame<br />

Mortier para cumplir con el rito poético y familiar. Quiso la casualidad que refiriera en esa<br />

ocasión la historia de los Siete Durmientes, y yo, embobado, la escuché, al par que crecía<br />

en torno la melodía apagada que tanto misterio añadía al cuento, y aunque éste ninguna<br />

relación guardaba con la extraña realidad que viví, me dejé arrastrar también por el<br />

hechizo que impregnaba la atmósfera, en aquel salón donde diez estatuarias mujeres de<br />

desbordantes cabelleras repetían los ademanes en los circundantes espejos, algunos de<br />

los cuales, por obra de los mosquiteros vaporosos, dijérase que más que sus cuerpos<br />

contenían sus almas, de suerte que se perdía la noción del cuál era la auténtica<br />

narradora y punto de partida, y cuáles las que copiaban sus actitudes, al compás de un<br />

violín que actuaba como si meciera a todas esas mujeres imprevistamente hermosas, en<br />

la ondulación de su cadencia. La escena se prolongó: por fin Günther, al acecho del<br />

correr de los minutos, suspendió la ejecución, en oportunidad en que, por lo demás,<br />

concluía la leyenda adornada de los Durmientes, con el aporte de la Virgen María<br />

distribuyendo aureolas en la gruta, como premios a la Virtud en un escenario. La mujer,<br />

callada, se retiró con sus vástagos; el jardinero volvió a esconder el violín; y en ese<br />

instante, quebrando el silencio que subrayaba afuera un tímido trino, se oyó, autoritario,<br />

el repicar de las llaves de Madame Morder.<br />

Pronto, a través de los agújemelos y rasgones del delantal de Günther, en cuyo bolsillo<br />

me había deslizado nuevamente la prudencia del muchacho, aprecié más de cerca la<br />

personalidad de la casera y, a medida que transcurría el tiempo, fui descifrando la<br />

244 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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