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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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12. LA CATEDRAL, LA ISLA Y EL MUSEO<br />

Ni aquel jardín ni aquella casa, existen ya. La calle entera ha cambiado. Cuando la recorrí<br />

en el Hispano-Suiza de Mrs. Vanbruck, me esforcé, sin conseguirlo, por situar el lugar<br />

exacto donde me separé de Montesquiou, pero sobre la acera, en una extensión de<br />

cincuenta metros, siete filas de ventanas y balcones, desprovistos de carácter, con<br />

aspiraciones no cumplidas al estilo Luis XVI, reemplazaban la casa y el jardín de Madame<br />

Mortier. Así los llamo, a ese jardín y esa casa, aunque no fuesen suyos; en realidad<br />

ignoro quién era su dueño o dueña. Sospecho que los rondaba un litigio, quizás un<br />

asunto de herencias, por frases que recogí al azar. Lo cierto es que mientras las cosas se<br />

aclaraban —y vaya uno a saber si se aclararon algún día—, Madame Mortier ejercía las<br />

funciones de propietaria absoluta, por virtud de su título de casera.<br />

Quien me encontró fue el jardinero, un jardinero que en verdad y esencialmente no<br />

dependía de Madame Mortier, sino de una invisible y poderosa Administración lejana,<br />

pese a lo cual Madame Mortier no paraba de darle órdenes, que Günther acataba<br />

siempre, sonriente. Le tomé de inmediato simpatía: un muchacho menudo, de lacio y<br />

largo cabello rojizo y ojos muy verdes. Surgió en el jardín temprano, con un gran<br />

sombrero agujereado, de fieltro incoloro, una escoba de paja y un rastrillo, y anduvo por<br />

los senderos, barriendo las hojas de los castaños que no cesaban de llover y susurrar.<br />

También él cantaba y silbaba a ratos, dulcemente. Pronto armó una fogata y la encendió.<br />

<strong>El</strong> delicioso aroma me devolvió al bosque feérico de Arden, que en ráfagas fragantes<br />

ascendía al cuarto de Mr. Low, y me devolvió el recuerdo de Lady Withrington y su chal<br />

de Cachemira, de modo que casi esperé verla flotar, bajo los árboles de aquel calmo<br />

rincón de París.<br />

<strong>El</strong> jardinero lanzó un grito, al descubrirme entre la hojarasca; era lo habitual; luego me<br />

guardó en el bolsillo de su delantal de fajina, y continuó rastrillando. Terminó su tarea, y<br />

comprendí que se encaminaba hacia la casa y que para mí empezaba otra vida. Me quitó<br />

del escondrijo, me puso en su dedo índice de la mano derecha, y entramos. Atravesamos<br />

varias habitaciones, cuya única claridad procedía de los postigos mal ajustados, y que<br />

llenaban muebles y arañas espectrales, cubiertos de blancas fundas; llegamos al inicio de<br />

una escalera, y el jardinero la subió con muchas precauciones, para apagar los crujidos.<br />

A su término, en el piso siguiente, desembocamos en un importante salón vacío, que por<br />

su traza debió de haber sido destinado al baile, en los buenos tiempos de la mansión.<br />

Formaba un amplio óvalo, y lo rodeaba un conjunto de altos espejos con marcos<br />

dorados, tapados algunos con telas de mosquitero, a los que la penumbra otorgaba una<br />

calidad fantasmal, como la de los muebles de la planta baja. Había, en el centro de esa<br />

habitación de aparato, una mujer sentada en un taburete, y a sus pies dos niños, cuyas<br />

cabezas descansaban en la vaguedad de su regazo. Günther arrojó el sombrero, se<br />

acercó a una de las ventanas, empujó el postigo, lo que bastó para que el sol le<br />

inflamara la cabellera, y allá se estuvo, como espía del jardín.<br />

Entendí entonces que nos hallábamos en la parte trasera de la casa, y que la pequeña<br />

puerta de hierro a la que habían golpeado sin éxito Montesquiou e Yturri, correspondía al<br />

sector de los canteros y los árboles, mientras que la principal se hallaba en la fachada<br />

opuesta, que abría sobre una «cour». De este lado, comunicando el comedor con la<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 243<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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