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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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permitiera que los condujese; asimismo, le insinuó que lo autorizara a acompañarlos a<br />

casa de la señora, a quien se desvivía por conocer. Simuló el pérfido Robert no entender<br />

esto último, y se limitó a repetir que preferían caminar, acentuando la burla en la<br />

exuberancia del agradecimiento. Pasó por los hermosos ojos orientales la sombra de una<br />

desilusión; cerróse la ventanilla; nos siguió el cupé lentamente unos veinte metros, y<br />

después el caballo emprendió un rápido trote, como si se fugara.<br />

—Este Proust... ¿cómo se llama...? ¿Michel? —le preguntó Montesquiou a Yturri.<br />

—Me suena más Marcel.<br />

—Marcel... No lo puedo soportar con su entrometimiento. Escritor... ¿acaso imagina lo<br />

que cuesta ser un escritor? No lo será jamás. Se pasará la vida incomodando...<br />

acechando invitaciones...<br />

Fueron las postreras palabras nítidas que le oí pronunciar, del mismo modo que la tarjeta<br />

de adiós de Sarah Bernhardt que recogí, fue la de su sonrisa tras el abanico veneciano,<br />

porque al modularlas, el Conde de Montesquiou-Fezensac revoleó el bastón con tanta<br />

energía que, impelido, salí volando, como había volado a través de la ventana de<br />

Aristófanes, crucé encima de las lanzas herrumbrosas de una verja, y caí en un jardín al<br />

que alfombraban de ocre y de cobrizo las hojas otoñales.<br />

En vano Montesquiou e Yturri llamaron a la puertecilla de hierro, sacudiéndola y<br />

golpeándola. Dijérase que la casa cuya fachada de pizarras viejas y piedra gris se<br />

desdibujaba más allá, entre árboles y arbustos, estaba vacía. Insistieron los señores, y<br />

fue inútil. Bajo el abrigo de hojas, cuyo olor me condujo a otros paisajes y a otras<br />

escenas de mi vida, como en un sortilegio, escuché los apóstrofes furiosos del Conde y la<br />

vocecita de Gabriel, quien intentaba calmar a «Moussú le Comté», y le aseguraba que el<br />

día siguiente acudiría a rastrearme. Supe luego que sus pasos se apartaban y apagaban,<br />

hasta que todo calló. No dudo de que Don Gabriel d'Yturri estuvo de vuelta, de que<br />

consiguió entrar y de que anduvo revolviendo las hojas mustias, oscilantes en la leve<br />

brisa. Pero no me encontró. No podía encontrarme, puesto que yo, el vagabundo, ya no<br />

estaba ahí.<br />

242 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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