Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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Antonio. Había oído decir que iríamos a lo de la Condesa Greffulhe, quien reuniría un grupo íntimo. No estarían allí ni el Príncipe de Gales ni el Duque de Orleáns; no habría tampoco un violinista o una soprano; se podría conversar familiarmente. El Conde resolvió recorrer caminando un trecho del paseo, desde Auteuil, y luego tomar un vehículo y seguir hasta la rue d'Astorg, donde vivía su prima. En el momento de calzarse los guantes, se percató de que había dejado en lo de La Gándara el derecho, el mío. De inmediato se ofreció Yturri a traerlo, pero su amigo lo detuvo. Lo recuperaría el día siguiente, cuando volviera para los toques finales. Seguimos así, Robert con la diestra desnuda, y yo en ella, esgrimiendo el bastón de molinetes veloces, y enardeciéndome con la idea de que esa libertad y esa exhibición me compensaban en parte de la ausencia del retrato. Andando, encontráronse los dandies con el tremendamente vanidoso Aimery de La Rochefoucauld, cuyos prejuicios de clase no toleraban al inofensivo Yturri, y pretendió evitar a la pareja. Probablemente la actitud de su primo picó a mi señor, el cual apuró el paso hasta alcanzarlo, y decirle su extrañeza al verlo sin su coche, pues lo cierto es que el arrogante individuo jamás se trasladaba fuera de su carruaje, conocido por las multiblasonadas portezuelas. Murmuró Aimery una indescifrable explicación; fingió no ver al sudamericano; y se resignó a regañadientes a ceñir su ritmo al de los otros. Continuamos unos diez minutos de esa suerte (Montesquiou hablaba de los elogios que había promovido su libro inicial, «Les Chauves-souris», como si sus poemas, en realidad, no hubiesen sido maltratados por las revistas), en momentos en que un cerradísimo coche se paró junto al grupo. Tal como había notado el ansia de Aimery por eludirnos, creí advertir ahora su esperanza de que desde el interior del cupé lo rescataran de nuestra presencia. Si así fue, erró el descendiente de los Cruzados, porque el rostro que a medias asomó, cuando bajó el vidrio de la ventanilla, le era totalmente desconocido. Envuelto por un tapaboca que apenas dejaba reparar en la palidez de sus mejillas y en sus espléndidos ojos oscuros, dignos de un sultán, o mejor aún de una sultana, el nuevo personaje se dirigió a Montesquiou respetuosamente, para ofrecer conducirlo a donde fuera. Titubeó el Conde, sin reconocer a su interlocutor enmascarado, e Yturri lo informó, con un hilo de voz, de que aquél era ese Proust... ¿Marcel...? que Madeleine Lemaire les había presentado días atrás, en su concierto. Tocóle entonces a Montesquiou asumir la actitud que momentos antes inquietara a La Rochefoucauld, o sea que fue evidente que no le gustaba encontrarse con aquel joven, y menos delante de su desdeñoso primo, y yo observé que no obstante que los dos Condes, hijos de madres hermanas, no se parecían en absoluto físicamente, la igualdad de los sentimientos que habían experimentado, y que resultaba de la exacta coincidencia de sus intolerancias, los había mostrado, durante unos segundos, idénticos como mellizos. Aimery aprovechó la coyuntura para alzarse el cuello de pieles, despedirse, y alejarse apresuradamente. Permanecimos nosotros todavía unos momentos al lado del coche y su ocupante, y recordé la oportunidad en que había tenido lugar la presentación de Proust a Montesquiou, en el jardín de la pintora que tan caros vendía sus cuadros de rosas (pintó centenares), en la rue Monceau. Recordé la solicitud con que el joven de grandes ojos persas, que iniciaba su carrera mundana, se dirigió al arbitro de la mundanería, y el entusiasmo con que lo roció de exageradas lisonjas. Montesquiou había averiguado que se trataba de un aspirante a escritor, hijo de un médico destacado y de una rica israelita, y a partir de esa ocasión había topado con él en varios lugares, tanto que daba que pensar que lo perseguía el muchacho. En seguida el esteta recibió cartas, libros, obsequios, con los cuales Proust le reiteraba su admiración. Se me ocurre que el ya maduro Conde, aun sintiéndose halagado por un incienso que se administraba tan lujosamente, captó la ambición de Proust de que, a cambio de zalamerías, ditirambos y una especie de rendición incondicional, lo introdujese en la alta esfera que le estaba vedada por su origen, y se me ocurre también que Montesquiou no estaba dispuesto a que fuera fácil concederlo. Vino a confirmarlo la breve conversación que se desarrolló entre el coche y la acera. Ingenióse Proust para saber a dónde iba Montesquiou, y éste no tuvo inconveniente en responder que se encaminaban a lo de Madame de Greffulhe. La información redobló la ansiedad del «petit Marcel» por conseguir que el Conde le Manuel Mujica Láinez 241 El escarabajo
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Antonio. Había oído decir que iríamos a lo de la Condesa Greffulhe, quien reuniría un<br />
grupo íntimo. No estarían allí ni el Príncipe de Gales ni el Duque de Orleáns; no habría<br />
tampoco un violinista o una soprano; se podría conversar familiarmente. <strong>El</strong> Conde<br />
resolvió recorrer caminando un trecho del paseo, desde Auteuil, y luego tomar un<br />
vehículo y seguir hasta la rue d'Astorg, donde vivía su prima. En el momento de calzarse<br />
los guantes, se percató de que había dejado en lo de La Gándara el derecho, el mío. De<br />
inmediato se ofreció Yturri a traerlo, pero su amigo lo detuvo. Lo recuperaría el día<br />
siguiente, cuando volviera para los toques finales. Seguimos así, Robert con la diestra<br />
desnuda, y yo en ella, esgrimiendo el bastón de molinetes veloces, y enardeciéndome<br />
con la idea de que esa libertad y esa exhibición me compensaban en parte de la ausencia<br />
del retrato. Andando, encontráronse los dandies con el tremendamente vanidoso Aimery<br />
de La Rochefoucauld, cuyos prejuicios de clase no toleraban al inofensivo Yturri, y<br />
pretendió evitar a la pareja. Probablemente la actitud de su primo picó a mi señor, el<br />
cual apuró el paso hasta alcanzarlo, y decirle su extrañeza al verlo sin su coche, pues lo<br />
cierto es que el arrogante individuo jamás se trasladaba fuera de su carruaje, conocido<br />
por las multiblasonadas portezuelas. Murmuró Aimery una indescifrable explicación;<br />
fingió no ver al sudamericano; y se resignó a regañadientes a ceñir su ritmo al de los<br />
otros. Continuamos unos diez minutos de esa suerte (Montesquiou hablaba de los elogios<br />
que había promovido su libro inicial, «Les Chauves-souris», como si sus poemas, en<br />
realidad, no hubiesen sido maltratados por las revistas), en momentos en que un<br />
cerradísimo coche se paró junto al grupo. Tal como había notado el ansia de Aimery por<br />
eludirnos, creí advertir ahora su esperanza de que desde el interior del cupé lo<br />
rescataran de nuestra presencia. Si así fue, erró el descendiente de los Cruzados, porque<br />
el rostro que a medias asomó, cuando bajó el vidrio de la ventanilla, le era totalmente<br />
desconocido. Envuelto por un tapaboca que apenas dejaba reparar en la palidez de sus<br />
mejillas y en sus espléndidos ojos oscuros, dignos de un sultán, o mejor aún de una<br />
sultana, el nuevo personaje se dirigió a Montesquiou respetuosamente, para ofrecer<br />
conducirlo a donde fuera. Titubeó el Conde, sin reconocer a su interlocutor enmascarado,<br />
e Yturri lo informó, con un hilo de voz, de que aquél era ese Proust... ¿Marcel...? que<br />
Madeleine Lemaire les había presentado días atrás, en su concierto. Tocóle entonces a<br />
Montesquiou asumir la actitud que momentos antes inquietara a La Rochefoucauld, o sea<br />
que fue evidente que no le gustaba encontrarse con aquel joven, y menos delante de su<br />
desdeñoso primo, y yo observé que no obstante que los dos Condes, hijos de madres<br />
hermanas, no se parecían en absoluto físicamente, la igualdad de los sentimientos que<br />
habían experimentado, y que resultaba de la exacta coincidencia de sus intolerancias, los<br />
había mostrado, durante unos segundos, idénticos como mellizos. Aimery aprovechó la<br />
coyuntura para alzarse el cuello de pieles, despedirse, y alejarse apresuradamente.<br />
Permanecimos nosotros todavía unos momentos al lado del coche y su ocupante, y<br />
recordé la oportunidad en que había tenido lugar la presentación de Proust a<br />
Montesquiou, en el jardín de la pintora que tan caros vendía sus cuadros de rosas (pintó<br />
centenares), en la rue Monceau. Recordé la solicitud con que el joven de grandes ojos<br />
persas, que iniciaba su carrera mundana, se dirigió al arbitro de la mundanería, y el<br />
entusiasmo con que lo roció de exageradas lisonjas. Montesquiou había averiguado que<br />
se trataba de un aspirante a escritor, hijo de un médico destacado y de una rica israelita,<br />
y a partir de esa ocasión había topado con él en varios lugares, tanto que daba que<br />
pensar que lo perseguía el muchacho. En seguida el esteta recibió cartas, libros,<br />
obsequios, con los cuales Proust le reiteraba su admiración. Se me ocurre que el ya<br />
maduro Conde, aun sintiéndose halagado por un incienso que se administraba tan<br />
lujosamente, captó la ambición de Proust de que, a cambio de zalamerías, ditirambos y<br />
una especie de rendición incondicional, lo introdujese en la alta esfera que le estaba<br />
vedada por su origen, y se me ocurre también que Montesquiou no estaba dispuesto a<br />
que fuera fácil concederlo. Vino a confirmarlo la breve conversación que se desarrolló<br />
entre el coche y la acera. Ingenióse Proust para saber a dónde iba Montesquiou, y éste<br />
no tuvo inconveniente en responder que se encaminaban a lo de Madame de Greffulhe.<br />
La información redobló la ansiedad del «petit Marcel» por conseguir que el Conde le<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 241<br />
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