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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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cuales despachaban su obra los artistas finiseculares. Refirmando su sobria condición de<br />

descendiente de viejos linajes españoles, Don Antonio, cuya familia se radicara en París<br />

durante el Segundo Imperio, atestiguaba su lealtad al Primero en el lujo armónico del<br />

ornato. Todo era Imperio allí: Napoleón se hubiera sentido cómodo en los aposentos que<br />

de La Gándara ocupaba en Auteuil, a no ser por los óleos del pintor, cuya distinción<br />

sombría, en la que predominaban los tonos severamente oscuros, contraponía al fulgir de<br />

los bronces y de las hayas y caobas imperiales, una noble tenebrosidad de ilusión<br />

velazqueña. <strong>El</strong> joven y bien parecido maestro, traductor de elegancias, hubiera podido<br />

ser su modelo ideal. Esbelto, moreno, grises los ojos, negros el cabello lustroso y la<br />

chaqueta de terciopelo con trazas de jubón, se movía entre sus muebles de comienzos<br />

del siglo XIX como un personaje del siglo XVI. La <strong>El</strong>egancia, la plástica y decorativa<br />

Superficialidad, inflamaban su religión. Les consagraba el fervor de un culto al cual fue<br />

consecuente durante su vida toda, y en esa devoción no lo sobrepasó ninguno de sus<br />

colegas, partícipes de tan singular y rigurosa liturgia, así se tratase de Carolus Duran, de<br />

Boldini, de Helleu o de Jacques-Émile Blanche. Pintó, sin falta, a la ineludible Sarah<br />

Bernhardt, pero así como el gran Bonaparte se hubiera sentido a sus anchas en la<br />

atmósfera propicia de la casa aquella, Don Antonio requería, para su propio bienestar<br />

profesional, que quienes solicitaban que encerrara en la tela sus rasgos, perteneciesen a<br />

la clase más aristocrática. Su hispana hidalguía de generaciones, barnizada con las<br />

pátinas y lustres del snobismo, se ponía a tono con el snobismo personal y la sangre azul<br />

de los huéspedes de su taller. Y en el caso de que la elegancia de sus modelos fallase,<br />

por esas cosas del destino, poseía de La Gándara la magia prestidigitadora que le<br />

permitía transmitir la suya a las damas de abultadas carnes, quienes luego partían,<br />

felices, hacia sus casas del Faubourg Saint-Germain o hacia sus castillos, transfiguradas<br />

en gráciles sus espesas siluetas, merced a la soltura de modisto y maquillador con que<br />

Don Antonio distribuía los velos y el tul, como si les vaporizara alrededor ligeras pero<br />

eficaces exhalaciones perfumadas y brumosas.<br />

No debía estar ausente Montesquiou de una galería que reunió los nombres de las<br />

Condesas de Greffulhe y de Montebello, de la Princesa de Chimay, del Príncipe Borghese,<br />

del Príncipe de Sagan, y también —lo cual debía lisonjear al Montesquiou poeta— los de<br />

Leconte de Lisie y de Verlaine. Del Conde fue la idea de que yo interviniese en su retrato,<br />

lo que me agradó sobremanera, ya que con ello, a poco de haber participado como actor<br />

en «Cleopatra» por lo menos así lo pensé, recaería en mí el placer de que mi imagen<br />

quedara junto a la de un dandy famoso. Quien varió el plan fue de La Gándara, y eso<br />

mudó mi simpatía en aversión. O no... no fue aversión (me atraía el pintor, con sus<br />

buenas maneras, su escogido vocabulario y su medida amabilidad, que dosificaba la<br />

adulación con el señorío), no fue encono, eso sería exagerar; fue desengaño y despecho.<br />

Consideró el artista que mis proporciones son demasiado reducidas, lo cual no me<br />

destacaría en el óleo, y que al azul del lapislázuli era preferible el de la turquesa, según<br />

la entonación general que proyectaba. Pero... ¿qué quería Monsieur Antonio de La<br />

Gándara? ¿que un <strong>Escarabajo</strong> creado para un brazalete y adaptado como una sortija,<br />

tuviese el tamaño de un platillo de café o de una femenina «trousse»? ¿Y acaso mi azul<br />

no es el más bello de los numerosos matices del azul que existen? Mi amo se sometió a<br />

su criterio. Estaría sentado, de perfil, de medio cuerpo, vestido con una bata eslava de<br />

un gris tornasolado (el gris-Montesquiou), teniéndome entre sus enlazadas manos. Yo no<br />

era yo; era un bodoque azulenco, carente del rojo sol que enaltece mi dignidad. Como si<br />

mirase al Más Allá, Robert miraba a lo alto, grave y profundo. Su retrato, que anhelaba<br />

ser hermético, podía haber servido de ilustración a un libro sobre el espiritismo que<br />

practicaba Montesquiou, cediendo a los incentivos de la moda y de la curiosidad.<br />

Quedaba así un par de horas en el taller, conversando quedamente con el español, que<br />

prodigaba su encanto; luego Yturri aparecía, puntual, en su busca, y partíamos a visitar,<br />

a visitar, a entrar en negocios y en remates de antigüedades, en el Ritz, a subir las<br />

escaleras de Gustave Moreau, a comprar, a declamar, a visitar a la Princesa, a la<br />

Duquesa, a vestirse los caballeros para la Ópera, para una recepción. ¡Había tanto que<br />

hacer!<br />

Una dulce tarde de otoño, cuando el cuadro estaba casi listo, salimos de la casa de Don<br />

240 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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