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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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que la recuerdo, es que aquella noche, la noche triunfal, en instantes en que Cleopatra<br />

ganaba la pasión de Marco Antonio; en que, apasionada ella misma, esperaba la<br />

llegada del ibis mensajero que le traería noticias de su amado; en que, suprimida la<br />

hermana de Octavio y acalladas las furias de los celos, ambas pasiones, la de Cleopatra y<br />

la de Marco Antonio, se fundían en una sola, exaltada y quemante, yo irradiaba pasión,<br />

reviviendo los días del nacer y el florecer de mi quimérico amor por Nefertari, de los<br />

ambiguos y violentos celos que en mí despertara Ramsés, de mi fidelidad a través de los<br />

arcanos de la muerte. Aquel Egipto de cartón se había mudado en mi Egipto de piedras<br />

calcinadas; aquella Reina era la mía; y aquel hombre hermoso que la apresaba en sus<br />

brazos, era yo, yo ¡al fin! ¿Cómo no iba a encenderse algo, una chispa, de lo que me<br />

quemaba por centro? La voz de oro repicaba, retumbaba, como si brotase de una<br />

hoguera. Quizá Madame recurría a la memoria de su amor desesperado por Jacques<br />

Damala, para procurarse el acicate de energía llameante que reclamaba su papel, pero<br />

¿qué era esa breve hambre amorosa comparada con la que constituía mi<br />

acompañante inmutable, mi sombra y mi estímulo; con el caudal de amor que mi soledad<br />

había atesorado en la andanza de los milenios? ¡Ah, noche triunfal! Quedó Madame<br />

Sarah exhausta, y se desvaneció sostenida por Philippe Garnier, antes de regresar a su<br />

camarín y ordenar que nadie entrase, ni Maurice, ni Clairin, ni Montesquiou, ninguno, que<br />

dejaran afuera las flores. También yo quedé agotado. Madame se fue quitando,<br />

lentamente, los pectorales, los brazaletes, las sortijas. Y aun entonces, aun cuando se<br />

había eliminado el contacto directo entre la suavidad de su piel y lo pulido de mi piedra, y<br />

permanecí en su tocador con las alhajas, los pinceles y los botes, como asombrado,<br />

como anonadado, aun entonces me percaté de que no se había roto por completo el<br />

nudo invisible que nos unía.<br />

Si yo valoré la efectividad penetrante de esa correspondencia, no la comprendió la actriz,<br />

pues por sutil que fuese carecía del don de que gozo de sondear en las zonas donde se<br />

elabora el germen de los sentimientos. ¿No estaré exagerando mis posibilidades? ¿No<br />

volará mi imaginación excitada por encima de lo concretamente real, para urdir una<br />

trama con hilos ilusorios? Mis eternas hesitaciones... Lo cierto es que luego que Dominga<br />

me repuso en su cofre, la Divina no demostró vincularme con un triunfo, aunque éste no<br />

se repitió así, ausente yo del proscenio, mientras continuó representándose «Cleopatra».<br />

Me había olvidado a mí, que ya nunca la podría olvidar, pues gracias a ella recobré, una<br />

noche, en el paroxismo de su vehemencia, la frescura del arrebato que debí al<br />

descubrimiento inicial de mi Reina. Y me relegaron en el cofre durante varias semanas,<br />

mezclado con los diamantes de los reyes. Allí corroboré que Madame Sarah apresuraba la<br />

partida para América, y que sería largo el viaje. Creí que me cabría emprenderlo dentro<br />

de su equipaje colosal, y soñé que me sería dado tal vez, en Nueva York, en México, en<br />

Río de Janeiro, en Buenos Aires, en Lima, tornar repentinamente a la barca del falso<br />

Cydnus, en el índice de la Cleopatra de Sardou, para reconquistar la embriagadora<br />

emoción. No viajé. Al despedirse lagrimeando de su ilustre amiga, Robert de Montesquiou<br />

le pidió que le devolviera su <strong>Escarabajo</strong>, y pretextó su deseo de hacerse pintar<br />

teniéndome en la mano, por Antonio de La Gándara. Sonrió Madame, y brillaron sus<br />

grandes dientes blancos:<br />

—¿Un retrato más, Robert? También sonrió el narciso:<br />

—Será el último.<br />

Pero me consta que hasta el fin de sus días persistió en que lo retrataran. Me buscaron<br />

en el alhajero, vasto como un baúl mundo, y tardaron en acertar conmigo. Había bajado<br />

hasta el fondo, como después descendería, entre fulgores, al secreto del mar, y estaba<br />

trabado con los camafeos del collar del Emperador Francisco José. Sarah Bernhardt no<br />

hizo nada para retenerme. Ingrata o inconsciente, cogió el abanico veneciano del Rey de<br />

Italia, y se echó aire con gracia innita, dedicándonos a Montesquiou y a mí su sonrisa<br />

vaga: es la imagen final suya que conservo.<br />

Antonio de La Gándara tenía su taller en Auteuil. Hubiera sido infructuoso que indagara<br />

en su interior quien descontaba que hallaría el hacinado bazar de falsificaciones orientalgótico-veneciano-ropavejeras,<br />

que ha caracterizado los ámbitos superpoblados en los<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 239<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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