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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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esa noche entre la concurrencia Mrs. Vanbruck y la Duquesa de Brompton, cosa que<br />

podía suceder, pues ambas contarían entonces unos treinta años, no dudo de que se<br />

habrían codeado disimuladamente, indicándose sus notables muslos y rodillas desnudas.<br />

Encaminóse Madame por detrás de la escenografía, y entró en la barca de la Reina de<br />

Egipto. ¡La barca de la Reina de Egipto, oh Khepri, oh Dioses! ¡qué poco, qué nada tenía<br />

que ver esa armazón pintarrajeada, predestinada fatalmente al fácil naufragio, de la cual<br />

tirarían por medio de cuerdas unos gañanes ocultos entre bambalinas, con el caique a<br />

bordo del cual me enamoré de Nefertari, en el manso Nilo! Sonaron, lejanas, las flautas,<br />

las liras y los timbales. <strong>El</strong> silencio gravitó sobre la escena, imponente. Cleopatra venía<br />

hacia Tarso, por el Cydnus, a encontrarse con el romano vencedor. Remolcaron el pobre<br />

esquife los tramoyistas. Madame desembarcó seguida por su confidenta, imprescindible<br />

para la comprensión del laberíntico argumento, además de dos soberbios esclavos nubios<br />

que movían a compás los flabelos de plumas de avestruz, y cuyos nombres hubieran<br />

buscado en vano en el programa, las norteamericanas. Yo experimenté entonces el<br />

pavoroso «trac» que intimida al actor cuando se enfrenta con el escenario centelleante,<br />

colmado, en el Teatro de la Porte Saint-Martin, por los capitanes del Triunviro, por sus<br />

lictores, por sus legionarios, en alto las águilas doradas, por los jefes partos y númidas y,<br />

como si ello no bastase, por una ansiosa multitud (tal como suena: una multitud) de<br />

mujeres rebozadas, comerciantes, marineros, etc., detrás de los cuales alcancé a<br />

distinguir, separadas por las candilejas temblonas y como veladas por una niebla leve,<br />

las primeras filas del auditorio, tan imprecisas que se me ocurrió que la realidad tenía por<br />

límite las luces del escenario, y que lo que más allá de él apenas ondulaba, como las<br />

aguas de un negro estanque en el cual flotasen las fantasmales pecheras de las camisas<br />

de frac, pertenecía a los dominios misteriosos de la alucinación.<br />

Se adelantó Madame Sarah, y su voz nítida comunicó al romano que hablaría con él, sin<br />

testigos; vacióse el proscenio; sentóse Madame, sin esperar a que el irritado y turbado<br />

Marco Antonio la invitase, y en seguida supo el público que, aun vencida, Cleopatra<br />

seguía siendo la Reina. ¡Ah noche triunfal! Aseguraron a su término los catadores, los<br />

exigentes, que raras veces había logrado Sarah Bernhardt tal nivel. La equipararon a las<br />

noches culminantes de «Ruy Blas», de «Fedra», de «Hernani», de «Andrómaca», de<br />

«Tosca», de «La Dama de las Camelias». Ni un instante cesó la vasta sala de vibrar.<br />

Durante los entreactos continuaba esa vibración y rodeó el camarín donde Madame Sarah<br />

callaba, como en trance. Las escenas se sucedieron, en el curso de cuatro horas, bajo<br />

lluvias de aplausos. En la segunda fila resplandecían, iluminados, Yturri y Montesquiou.<br />

¡Ah noche triunfal! Desde la fascinación de Antonio en adelante, el hechizo no decayó,<br />

hasta la muerte de Cleopatra, provocada por un áspid genuino, que para horror y<br />

maravilla de plateas, palcos y cazuela, hincó en su brazo los dientes. Pero eso no<br />

constituía ninguna novedad. Cada vez que interpretaban la obra, se reiteraban los<br />

mismos cinco actos, los mismos seis cuadros, la misma captación, los celos, la derrota, el<br />

áspid. Lo nuevo, lo que, según entendí, ya no se volvió a obtener en «Cleopatra», fue la<br />

calidad, la intensidad humana de aquella noche excepcionalísima, la prueba de algo<br />

distinto, más hondo, como si los sentimientos de repente se hubiesen desvestido, y<br />

hubieran brotado sin más ropaje que el de su verdad, de labios de la actriz clarividente.<br />

Con razón el crítico de la «Revue d'Art Dramatique» escribió, reseñándola: «No es<br />

posible dar muestras de más habilidad, de más talento, de más flexibilidad, de encanto,<br />

de seducción. Es la perfección misma, no cabría ir más lejos en la interpretación de un<br />

papel.» Sí, no lo he olvidado, como no olvido el texto de la «Revue des Deux Mondes»,<br />

porque Madame Sarah lo dijo y lo redijo, lo recitó, como si paladeara musicales<br />

alejandrinos de Racine. ¡Ah noche triunfal! ¡Ah desquite!<br />

Me he preguntado y me pregunto aún, si de alguna indefinible manera pudo<br />

corresponderme algo de ese éxito, si en cierta proporción, que elude las convencionales<br />

medidas, no contribuí a él. Tantos fenómenos inexplicables se producen continuamente a<br />

nuestro alrededor, sin que a menudo nos quepa registrarlos o apreciar su<br />

trascendencia... ¿Hasta dónde es factible la transmisión de una fuerza, de un fluido, de<br />

una corriente que se origina en la admiración entrañable y en el resultante afán de<br />

reparar un equívoco y hacer justicia? La única certidumbre plena que me asiste, cada vez<br />

238 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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