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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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anuncios de que la compañía planeaba partir a una vasta gira por ambas Américas, y de<br />

que allá seguramente sería apreciada en su justo valor la última obra de Sardou, lo cual<br />

corroboraba el pronóstico mordaz de sus censores. Súbitamente, una tarde fui<br />

extraído del depósito suntuoso. Sobre el tocador, alineábanse las joyas que Madame<br />

Sarah utilizaba para realce de sus galas egipcias, y que no pasaban de ser, para un<br />

experto como yo, más que remedos y caricaturas, cuyos insolentes autores hubiesen<br />

recibido una paliza inexorable, con bastones flexibles y duros, en tiempos de<br />

Ramsés. Ahora, en cambio, se elogiaban las tortuosas serpientes de esmaltes<br />

multicolores que ascenderían por los brazos de Madame, y los amazacotados pectorales<br />

que emperifollaban celestes escarabajos ridículos, y penderían de su cuello como alforjas<br />

pesadas. ¡Qué horror! Por suerte la defendían su pasmosa, casi esquelética delgadez,<br />

que soportaba y equilibraba tales cargamentos, y su nervioso ímpetu veloz, su genial<br />

motor siempre en marcha, capaz de increíbles proezas contorsionistas, mientras verso o<br />

prosa continuaban fluyendo como a parte de ella, despegados, dominantes, puros,<br />

sonoros. Madame Sarah me tomó entre dos dedos, me hizo girar, de manera que mi<br />

lapislázuli reflejase las luces de las lámparas y, dirigiéndose a la mujer, declaró:<br />

—Éste es tan egipcio como yo, Dominga. Me lo pondré para darle placer a<br />

Montesquiou.<br />

¿De dónde provenía el disparate de que dudara de mi origen? ¿No repetía que Victorien<br />

Sardou y ella habían estudiado cuanto concierne a la historia y el arte de mi país? ¡Ah, si<br />

yo hubiera podido escribir! ¡Qué irrebatible hubiera sido mi comentario sobre<br />

«Cleopatra»! Me deslizó en su frío índice izquierdo, y conmigo, escoltados por Dominga,<br />

por Maurice y su joven esposa, una quebradiza princesa polaca, partimos en coche<br />

rumbo al Teatro de la Porte Saint- Martín. Prolongada, complicada fue la sesión de<br />

maquillaje, el alargamiento de los ojos hacia las sienes con pinceladas negro-azules<br />

(hubiera debido emplear el polvo de malaquita y de la piedra de crisocola), los toques<br />

dorados en los pómulos; el desatinado teñirse de ocre las palmas (¿de dónde sacaba<br />

eso? el rojo pertenece al dios maligno); fue larga la pompa de vestir la túnica de lino<br />

transparente, ceñida por un cinturón de esmaltes; el ajuste del tocado de pro en forma<br />

de gavilán de alas caídas, modesta imitación farandulera del espléndido de la sublime<br />

Nefertari; el colocar los ya citados ofidios brazaletes, las ajorcas de los tobillos, y las<br />

sortijas que le cargaban los dedos de esmeraldas y topacios (error), perdido entre las<br />

cuales desaparecía yo, el Auténtico, el <strong>Escarabajo</strong> auténtico, lo único auténtico de aquel<br />

conjunto apócrifo; aunque un tanto bastardeado por los lirios intrusos que me injertara<br />

Gallé, el de los cristales.<br />

Es innecesario el farragoso relato del drama de Sardou. Una hora antes del comienzo de<br />

la representación, de acuerdo con su costumbre, Madame Sarah quedó a solas en su<br />

camarín a oscuras, sentada en una silla, inmóvil, reconcentrándose. Tenía puesta la<br />

mano izquierda sobre el pecho, y yo oía latir su corazón. Millares de personas, en<br />

Europa, en ambas Américas, en el mundo entero, hubieran realizado tremendos<br />

sacrificios a trueque de ocupar mi posición privilegiada. Una hora... ¿Cómo no acceder a<br />

las emociones de la ufana vanidad? Yo, el <strong>Escarabajo</strong> de la Reina Nefertari, estaba sobre<br />

el corazón de Sarah Bernhardt. <strong>El</strong> <strong>Escarabajo</strong> que había acariciado el cuerpo de Ramsés,<br />

que había apretado el dedo de Aristófanes, el <strong>Escarabajo</strong> al cual había enrojecido la<br />

sangre de César, el que un Ángel tuvo en su mano, el que Roldan alzó en el cuerno<br />

curvo, el que dibujó con Buonarroti, estaba ahora sobre el corazón de Sarah Bernhardt.<br />

Imaginé que aquellas sombras de mi pasado acudían, y sentí como si en la habitación sin<br />

luces rozasen con sus diestras, mi piedra azul. Un vigor desconocido me invadió,<br />

mientras se oían marciales trompetas a la distancia. Dominga golpeó a la puerta<br />

suavemente, la entreabrió, y anunció a la señora que la obra había empezado. Apoyada<br />

en el hombro de Maurice, la actriz se aproximó a los bastidores. Ya tronaba en el<br />

proscenio Marco Antonio, proclamando su indignación ante el pusilánime Gobernador de<br />

Tarso, porque Cleopatra se hacía aguardar. Philippe Garnier, el Marco Antonio de<br />

ocasión, poseía un físico de primer orden, que explotaba teatralmente, y comprendí que<br />

Madame Sarah lo hubiese incorporado al inventario de sus amantes oficiales. De hallarse<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 237<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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