Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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por el llanto rabioso en la extraña procesión que regresaba al aposento, y agregaba a su<br />
fantasía un cuadro macabro y satírico, tan infrecuente que su despecho cedió, dando<br />
paso a la innata y melodramática urgencia de desempeñar el papel que le correspondía,<br />
en la farsa que en su honor acababan de improvisar. Formaban el cortejo los dandies y<br />
los pintores quienes, estimulados por la inventiva de Montesquiou, habían revestido<br />
algunas de las dalmáticas y casullas bordadas con hilos de oro y plata sobre antiguas<br />
sedas, que Madame Sarah arrojaba encima de los biombos y del piano; se habían<br />
cubierto los rostros con eclesiásticas capuchas y con máscaras descolgadas al azar, de<br />
las paredes, y venían cantando latines y trayendo en hombros el memorable ataúd,<br />
usado a veces como lecho por la originalidad morbosa de la actriz.<br />
—Kyrie eleison —gemían—, Christe eleison, Kyrie eleison...<br />
Y Jojotte Clairin balanceaba un incensario que envolvía en aromático humo a la fila<br />
disfrazada.<br />
—Kyrie eleison...<br />
Depositaron el ataúd de palo de rosa a los pies del diván, y Madame Sarah,<br />
transfigurada, radiante, se tendió en él. Louise Abbéma la rodeó de las orquídeas y los<br />
lirios comprados «chez Lachaume» y mandados por los fieles admiradores.<br />
—Dies irae —salmodió Montesquiou. Los demás le hicieron coro:<br />
—Dies irae, Dies illa, Solvet saeclum in favilla... Robert de Montesquiou unió las manos<br />
piadosas y rogó:<br />
—Libera nos Domine de morte aeterna.<br />
Libera nos Domine... de la «Revue des Deux Mondes...».<br />
Rompieron todos a reír, tiraron las máscaras al aire, saltó como un gato la Divina, riendo<br />
también, y sonó el estampido de las botellas de champaña, detonadas por Yturri. Luego<br />
oí contar que no era la primera vez que se llevaban a cabo fúnebres ritos similares, pero<br />
que ésa había sido la mejor.<br />
<strong>El</strong> Conde me sacó de su índice derecho y me ofreció a la resucitada, objeto de tan<br />
singular agasajo, diciéndole:<br />
—Le sugiero que use mi sortija egipcia, chére amie. Es azul como su destino y misteriosa<br />
como su corazón. Crea en ella.<br />
Sin embargo, Madame no siguió de inmediato el consejo del aristócrata. Durante varios<br />
días, me relegó en el cofre de sus principales alhajas. Al principio me agravió lo que<br />
parecía un menosprecio, pero en realidad estaba en excelente compañía. Allí,<br />
entremezclados, enredados, algunos en estuches, otros sin ellos, convivían con los más<br />
distintos aderezos, diademas, gargantillas, sortijas, colgantes, hebillajes, presentes<br />
continuos de sus fanáticos, los testimonios de los entusiasmos regios: el broche de<br />
diamantes que ostentaba las iniciales del tercer Napoleón, el de brillantes del Rey de<br />
España, el brazalete de oro del Emperador del Brasil, el collar de camafeos del<br />
Emperador de Austria, la fúlgida condecoración del Rey de Dinamarca, el precioso<br />
abanico veneciano del siglo XVIII, otra joya, del Rey de Italia, el prendedor de<br />
esmeraldas del Zar de Rusia quien, cuando ella intentó una reverencia, la detuvo, y en<br />
cambio se inclinó, ante el asombro chismorreo de los áulicos. Rodeado por esos<br />
embajadores de testas coronadas, tuve la halagüeña impresión de hallarme en una Corte<br />
deslumbradora de piochas y de uniformes, con cuyos miembros podía no sólo<br />
tratarme familiarmente, sino aun ser digno de su protocolar acatamiento, ya que por<br />
razones de precedencia, como representante de los Faraones, superaba a aquellos<br />
advenedizos, delegados de recientes Harbsburgos, Borbones, Romanos, Braganzas,<br />
Slesvig-Holsteins, Saboyas y Bonapartes. Por desgracia no me podían hablar, de modo<br />
que pese a mi satisfecha majestad, me aburría majestuosamente. De tanto en<br />
tanto, se abría el alhajero; la vieja Dominga introducía una mano hábil, como a la<br />
pesca, y descubría en el revoltijo de piedras preciosas alguna sarta o unos pendientes<br />
que emergían para que Madame los luciera, o para que, empeñándolos en el Mont-de-<br />
Piété, saldasen determinada deuda de Maurice, su hijo voraz. A veces nuestros<br />
engarzados colegas regresaban, y a veces no. Cuando el cofre permanecía abierto,<br />
hasta su refugio llegaban las voces iracundas de Madame, suscitadas por el llover de<br />
críticas sobre «Cleopatra», que empero se continuaba dando. A ellas se sumaban los<br />
236 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo