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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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acritud de los críticos. Lo grave no era, como apuntó uno de ellos, que el famoso lujo<br />

oriental se hubiese reducido a unos telones de evidente cartón pintado y a unos lienzos<br />

de algodón y de felpa, y que la batalla de Actium se desarrollase en una cuadrada<br />

superficie de veinticinco metros; lo grave, a mi juicio, era que Cleopatra, usufructuaria<br />

permanente del proscenio durante sus cinco actos y sus seis lentos y fatigosos cambios<br />

de decoración, nunca hicieran sentir su presencia allí. Aquella, que se descoyuntaba y<br />

serpenteaba en medio de un bric-á-brac que reproducía las acumulaciones de la rue<br />

Péreire, no era, no fue ni un instante, Cleopatra; era Madame Sarah, comer asentó un<br />

crítico, en una versión de la Reina fatal «para escolares y enamorados»; era Madame<br />

Sarah, hija prodigiosa de una «cocotte» holandesa y de no se sabía quién,<br />

desencadenada, enloquecida por los furores sensuales y los celos, por una reedición de<br />

los celos dementes que le había inspirado el difunto Damala aux Camelias, y que ahora<br />

aplicaba al Triunviro Marco Antonio o, mejor dicho, a Monsieur Philippe Garnier,<br />

rehabilitado ex amante, gallardo y declamador como el resto.<br />

A Cleopatra la evocaba yo, mientras Madame Sarah desbordaba en la escena con gritos y<br />

ademanes, vibrante la inmortal voz de oro, frenéticas las actitudes, que multiplicaban el<br />

relampaguear de las joyas, el áureo casco y el amaestrado vuelo de la túnica ligera. La<br />

evocaba tal cual la describieron ante mí, dos mil años atrás, en Atenas, los musculosos<br />

legionarios Lucilio Turbo y Aurelio, quienes habían remontado el Nilo hasta la catarata de<br />

Asuán, escoltando a Julio César y su amada egipcia, en un inmenso navío-palacio,<br />

portador de salas de fiestas y de templos, y jamás se hartaron de maravillarse ante la<br />

mujercita desnuda, dueña de una gracia hierática de ídolo condescendiente, que aun en<br />

los momentos de abandono deleitoso conservaba su intacta majestad. No la vi yo. No la<br />

vio nadie, cuando su magno séquito desfiló por Roma, y Cleopatra y Ptolomeo, su<br />

hermano de doce años y nominal esposo, se ocultaron como dioses secretos, lo mismo<br />

que el pequeño Cesarión, el vástago del Divino Julio, en las doradas literas que<br />

acarreaban los esclavos. Pero ¡cuánto, cuánto había oído hablar de ella! Y al enterarme,<br />

gracias a un Pascal anotado por el bibliotecario poeta de Lord Withrington, de que de la<br />

longitud de su nariz. pudo depender el cambio de la historia del mundo, medí la distancia<br />

que separaba la curva nariz hebrea enarbolada por Madame Sarah, de la suya, de su<br />

esculpida, pintada, eternizada en bajorrelieves, alabada nariz helénica, alejandrina, y su<br />

exquisita proporción.<br />

No gustó la obra, al subir por fin a escena. Hubo (consignarlo es superfluo) los<br />

incondicionales que sembraron de (lores el camino de la que encarnaba la perfección,<br />

como había hecho Osear Wilde para recibirla en Inglaterra. Montesquiou le envió,<br />

enroscado en orquídeas, un collar de corales que perteneció a la Emperatriz del Brasil.<br />

Clairin la pintó luciendo su atavío seudofaraónico, junto a una vaga Esfinge monumental.<br />

Pero no gustó. Edmond de Goncourt anduvo por los teatros, tapándose la boca y<br />

murmurando que un escritor de music-hall había arruinado el magnífico tema. Y hasta<br />

Madame Sarah llegaron el eco, las salpicaduras, de que no sólo no gustaba la pieza, la<br />

dirección, la escenografía y el vestuario, sino que tampoco gustaba ella, la intocable. Se<br />

lo manifestaron, impreso, en la «Revue des Deux Mondes», y tengo muy presente la<br />

calificación terrible, porque la gran actriz vociferó furiosa, hasta no dar más, ante la<br />

angustiada pareja Montesquiou-Yturri, que de hinojos le besaba las manos: «¡Esa<br />

actuación falsa y violenta, sin transiciones ni matices!»<br />

—¡Sin transiciones ni matices! ¡Yo! ¡Yo! —rugía Sarah Bernhardt, revolcándose como una<br />

euménide de raso blanco, en los almohadones.<br />

Clairin, Louise Abbéma y el gigante flamenco Alfred Stevens, tres pintores que se<br />

disputaban los coleccionistas y que después no he oído nombrar, observaban, mudos, el<br />

episodio desazonante desde un rincón, asomados entre las palmeras terrosas. Entonces<br />

el Conde de Montesquiou-Fezensac estuvo a la altura de sus antecedentes de organizador<br />

de ceremonias únicas. Se puso ágilmente de pie, y arrastró hasta el dormitorio de<br />

Madame Sarah, apresurándolos, a sus desolados amigos, a tiempo que la ofendida<br />

Cleopatra proseguía entreverada con sus cojines árabes.<br />

Sorprendida, Madame Bernhardt levantó a poco la cabeza, calló y fijó los ojos enrojecidos<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 235<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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