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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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Sarah. Si bien mi vida estaba más que colmada de sorpresas, la experiencia me<br />

trastornó. Debíale nuestra adorada al escritor Victorien Sardou tres estruendosos éxitos<br />

—«Fedora», «Teodora» y «La Tosca»—, cuando creó para ella el papel de Cleopatra, que<br />

hacía años ansiaba interpretar. Lo recibió la actriz en pleno torbellino de gloria y de<br />

escándalo. Supongo que tendría unos cuarenta y cinco años a la sazón; sus amantes<br />

incluían nombres tan comentados como el del actor MounetSully y el del Príncipe Henri<br />

de Ligne, quien la hizo madre de un muchacho que, llegado el momento, prefirió llamarse<br />

Maurice Bernhardt a ser un Príncipe de Ligne más, poco antes había muerto Jacques<br />

Damala, su fugaz marido, un hermosísimo (todos sus hombres fueron hermosos) e<br />

insoportable griego morfinómano, al cual, refiriéndose a uno de los grandes triunfos de<br />

Madame, apodaron «la Damala aux Camelias»; ya había dejado, con supereminente<br />

alharaca, la Comedie Francaise, para formar su propia compañía, y con ella había ganado<br />

y gastado montañas de dólares, realizando giras por Europa, los Estados Unidos y<br />

América del Sur; y ya, irritados a causa de sus desplantes y desdenes, empezaban a<br />

amostazarse los críticos y a buscarle defectos, a hablar de «decadencia» en la selección<br />

del repertorio, ya censurar su abandono del público parisiense, por otras audiencias que<br />

le facilitaban la solución de sus conflictos financieros, audiencias a las cuales, despectivos<br />

a su vez, los comentaristas gruñones definían como receptoras de baratijas literarias,<br />

fabricadas para negros que no comprendían el francés.<br />

«Cleopatra» surgió en la hora más inoportuna.<br />

Desde antes de su aparición, la acecharon quienes se jactaban de conocedores. Como en<br />

ocasiones pasadas, Sardou difundió a través de la Prensa las abultadas noticias de los<br />

extensos estudios, históricos y hasta arqueológicos, que había debido realizar para<br />

construir su drama, y citó que cuando hacía otro tanto con relación a «Teodora», había<br />

viajado con Madame Sarah a Ravena, a fin de examinar los mosaicos de San Vítale e<br />

impregnarse de bizantinismo. Desgraciadamente no procedió así en el caso de<br />

«Cleopatra»: tal vez si Madame y él se hubiesen trasladado a Egipto, distinto y mejor<br />

hubiera sido el resultado. Tal vez si hubiese prestado más oídos a Émile Moreau, su joven<br />

colaborador principiante, cuya responsabilidad salvaron luego los impacientes<br />

escribidores... La verdad es que el resultado fue cansador, mediocre y retórico, como se<br />

comprobó en los ensayos, y que los críticos tenían razón, pese al continuo chillar y<br />

aplaudir con que Montesquiou e Yturri subrayaban los largos parlamentos, a veces tan<br />

insistentemente que había que chistarles para que callaran. Entretanto Sardou,<br />

impecable «metteur-en-scéne» y encantador electrizante, recorría el escenario y la sala<br />

del Teatro de la Porte Saint-Martin sin omitir el pormenor, abriendo y cerrando entradas,<br />

sentándose en los muebles; trepando a las galerías altas y verificando si desde allá se<br />

oía; dirigiendo a ratos la música compuesta por Xavier Leroux; recitando trozos de cada<br />

papel; quitándose y poniéndose la boina, la triple bufanda y la pelleja de nutrias;<br />

tiritando de frío, transpirando de calor; ofreciendo pastelitos y unos sorbos del oporto<br />

palatino que le obsequiaba su amigo Don Carlos, Rey de Portugal; y aprovechando los<br />

descansos para, entre anécdota y anécdota, retocar, recargar o alivianar los ropajes de<br />

Madame, alegrarla si estaba de mal humor, envanecerla, hechizarla, serenarla y<br />

encauzarla, hasta que, de repente, ella perdía el control y se ponía a bailar y brincar,<br />

bajo los capiteles con cabezas de toros enfrentados, y escapaba hacia el fondo, hacia el<br />

río Cydnus de papel plateada y los granados y laureles también de papel. Victorier<br />

Sardou valía más que su teatro, y por lo que a éste atañe, poseía todos los secretos del<br />

oficio; lograba, como nadie, oprimir el resorte justo en el momento exacto, y provocar la<br />

sonrisa, la lágrima, el suspiro, la ovación. Pero en mi concepto de espectador escarabajo,<br />

no obstante esas virtudes, no fue, ciertamente, un gran dramaturgo.<br />

Se equivocó con «Cleopatra». ¡Ay! él y Madame Sarah Bernhardt se equivocaron. Sardou<br />

confeccionó una Cleopatra cuyo carácter correspondía al de Madame Sarah, es decir a lo<br />

que más adecuadamente se ajustaba a su manera de ser y reaccionar y a su poder<br />

dominador y espléndido de comunicarse con el público; y Madame Sarah no desperdició<br />

ni uno de los artificios histriónicos que Sardou le servía en bandeja; al contrario, los<br />

amplificó con las contribuciones desaforadas de su propia imaginación ardiente. ¿Acaso<br />

podían medir el alcance de su desacierto? Éste iba mucho más allá de lo que registró la<br />

234 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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