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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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separarán.<br />

Las primeras manifestaciones de la trascendencia que derivó de la amistad súbita,<br />

iniciada al amparo de Eugéne Delacroix, fueron la mudanza de Montesquiou y la<br />

modificación de las actividades de Yturri. Hasta aquel acontecimiento, el Conde había<br />

habitado las buhardillas de la residencia paterna, en el Quai d'Orsay, fastuosamente<br />

tapizadas con paños medievales de hierbas y flores, o con cueros verde, rojo y oro, que<br />

repetían el tema del pavo real o de la araña, y que albergaban una profusión incalculable<br />

de muebles y objetos, los cuales incluían desde las sillerías de canónigos y los retratos de<br />

familia, melindrosos o solemnes, los arcaicos instrumentos musicales, las casullas, los<br />

terciopelos bordados, los eclesiásticos atriles, los kakemonos, las gasas pintadas con<br />

peces transparentes y el lecho en forma de quimera, hasta los muros color de luna y el<br />

elefante de cerámica cuya trompa azul lanzaba dos chorros de agua en el baño.<br />

Probablemente contribuyó a la metamorfosis de la decoración, aparte del hallazgo de<br />

Gabriel, el hecho de que Huysmans, que nunca estuvo allí, hubiese reproducido en su<br />

comentada novela esa densa atmósfera, en la que lo grandiosamente lúgubre y lo<br />

ornamentadamente frívolo se rozaban. Sea ello lo que fuere, Montesquiou adquirió una<br />

planta baja, con jardín, en el barrio de Passy, rue Franklin, y al radicarse allá eliminó las<br />

vetusteces catedralicias y cuanto era susceptible de evocar las misas negras de «A<br />

Rebours», reemplazándolo por los innúmeros testimonios de la presencia del Japón<br />

prodigioso, literario, cuya moda se afirmaba año a año, a través de las pinturas sobre<br />

seda, de las estampas, las lacas, los bronces, las porcelanas y los esmaltes, inspirador de<br />

los futuros creadores del Art Nouveau. <strong>El</strong> jardinero era japonés, y lo eran los criados.<br />

Montesquiou escribía poemas sugeridos por el lejano Imperio, por los paisajes ilusorios y<br />

pulcros de Utamaro, de Hiroshighe, de Hokusai. De noche, ordenaba que encendiesen<br />

linternas de papel. Y muy cerca, también en la rue Franklin, instaló a Gabriel d'Yturri,<br />

quien había trocado, con excelente criterio, el puesto de vendedor de corbatas en el<br />

bulevar de la Madeleine, por el de secretario de «Moussú le Comté», no obstante su<br />

pobre, su nulo y aparentemente innecesario dominio del idioma de Francia.<br />

Era lógico que asimismo yo siguiese la corriente de las mutaciones. Poco después, el<br />

Conde le encargó a Émile Gallé, su protegido, el diseño de un engarce para mí. Me<br />

pareció un crimen de leso arte la separación de los dos dragones que me había acoplado<br />

el orfebre del Duque de Urbino, en el Renacimiento, pero tuve en cuenta que cuando<br />

Michelino los labró e hizo que me abrazaran, trescientos años atrás, juzgué disparatada<br />

la combinación, como me había acontecido mucho antes, en Naucratis, en ocasión en que<br />

Sofrenelo me dotó de una serpiente que se mordía la cola, ya que ni esos dragones ni<br />

esa serpiente correspondían en absoluto, técnicamente, al espíritu a la vez hierático y<br />

vistoso que caracterizó a la joyería de Ramsés II. Empero, me habitué a sus alianzas<br />

sucesivas, y ahora, sin consultar a nadie, el inquieto Conde de Montesquiou determinaba<br />

que el maestro de la Escuela de Nancy, artífice de cristales que armonizaban la<br />

temeridad de las formas y de los relieves revolucionarios, con la bizarría de los<br />

esfumados y los tornasoles, me enredase en uno de sus dibujos sinuosos, hijos de una<br />

flora torturada, lánguida y delirante. A Gallé le adeudo la estilización del engaste de plata<br />

que retuerce lirios alrededor de mi cuerpo y de mis patitas, y que de los que tuve, ha<br />

sido el más arbitrario, el más opuesto a mi esencia. Nunca me he habituado a su<br />

contradicción, mal que le pese a Montesquiou, a quien le encantaba.<br />

Conocí en aquella época a mucha gente, tanto en lo del sibarita como en talleres y<br />

salones. Había períodos en que Montesquiou me relegaba entre perfumes, alfileres,<br />

gemelos, cadenas, cigarreras y otras sortijas y períodos en los que me sacaba a relucir,<br />

como si me descubriese. Asistí, en el taller de Gustave Moreau, al progresar pictórico de<br />

una teogonia enjoyada, que comprendía las desnudeces de Edipo y la Esfinge, de Orfeo,<br />

de Salomé danzando, de los pretendientes de Penélope, de Júpiter en su trono, y fui<br />

testigo del modelarse de grifos y unicornios, y del aletear de ángeles cuya misteriosa<br />

sensualidad se contraponía en mi memoria, diametralmente, al candor de quienes, en<br />

Éfeso, cuidaron de los Santos Dormidos. Oí al Conde elogiar las pinturas de Whistler, que<br />

había visto en Londres, y alabar la elegancia de sus figuras y la crueldad de sus<br />

sarcasmos: más tarde, visitando la Frick Collection de Nueva York, me acuerdo de que la<br />

232 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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