Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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ante el atento público parecía serle consagrada, y el instinto de fingirse distraído, y<br />
alejarlo a Gabriel del avance del Conde. Su breve balanceo de duda decidió la suerte de<br />
los tres, porque le dio tiempo a Montesquiou para llegar hasta el Barón e "Yturri, como<br />
consecuencia de lo cual, resignado, se habrá dicho el robusto Doazan que le convenía por<br />
lo menos sacarles partido a la sonrisa y la amabilidad del famoso esteta, y con florida<br />
mímica, hizo las presentaciones. No le duraron mucho al Barón las ventajas del prestigio<br />
que la cordialidad efímera del Conde le otorgaba: aprovechando que otras personas se<br />
les habían acercado, Montesquiou realizó un escamoteo ejemplar y, sin que Doazan<br />
pudiese evitarlo, se llevó al joven, valiéndose del subterfugio de que sería un placer para<br />
él mostrarle las obras más significativas de la exposición. Recuerdo —recordaré<br />
siempre— la angustia que se reflejó en el rostro del rodeado Doazan, y la alegría<br />
temblorosa de Yturri, cuando Montesquiou tomó el brazo del muchacho, y con él se<br />
apartó hacia el distante óleo del San Sebastián cuidado por dos mujeres, y le dijo que<br />
fuera de Guido Reni y de Cima de Conegliano, nadie ha interpretado la poesía del bello<br />
santo como Gustave Moreau, y que ya lo guiaría a través de su taller para que lo<br />
apreciara.<br />
Gabriel no cabía en sí de gozo. Ése cuya mano enguantada oprimía con familiaridad su<br />
brazo, que no paraba de hablar y de hacerle preguntas sobre él, sobre su vida, sobre sus<br />
gustos, era el ilustre Conde Robert de Montesquiou-Fezensac, el Montesquiou de treinta<br />
años a quien oyó mencionar, exaltándolo o denigrándolo, desde que se radicó en París, y<br />
desde que en el «Carnaval de Venise» o a la zaga del Barón Doazan, reconstruyó la<br />
trayectoria del mitológico héroe a quien Huysmans retratara en su «A Rebours» muy<br />
leído, como un prototipo de corrupción decadente y satánica; el Montesquiou que<br />
descendía en línea recta, si no de Júpiter, de los viejos reyes de Francia (de esos reyes<br />
góticos cuyas sombras entreví junto al ataúd de Monsieur Pierre Benoit, en Buenos<br />
Aires). Ahora el Conde de Montesquiou, a quien el extranjero llamaba «Moussú le<br />
Comté», lo ennoblecía y a su vez lo llamaba «Don Gabriel d'Yturri», mientras lo<br />
presentaba, de camino, a las mujeres más espectacularmente hermosas y aristocráticas<br />
de París: la deliciosa Condesa Greffulhe, una Caraman-Chimay, prima suya; la Marquesa<br />
de Casa-Fuerte, emparentada con los Alba; la Condesa de Montebello, la Princesa de<br />
León, la Marquesa d'Aoust, que tenía un monito, un tití, sujeto en el hombro por una<br />
cadena de diamantes; la Princesa de Sagan y, como es natural, la Baronesa Deslandes y<br />
su monóculo de ópalos; a dos grandes señores, el fino Edmond de Polignac y el soberbio<br />
Hubert de La Rochefoucauld, un atleta; y, pues nadie faltó a la cita con los cuadros de<br />
Delacroix, en el palacio de los Champs-Élysées, a algunos escritores: Barbey d'Aurevilly y<br />
la gloria de su chaleco púrpura, el tímido Francois Coppée, Catulle Mendés, y artistas: el<br />
admirado, el adorado Gustave Moreau, Jacques-Émile Blanche, Paul Helleu, Antonio de La<br />
Gándara; inolvidables todos, pues volverá, volveremos a estar con ellos en numerosas<br />
ocasiones. ¡Qué atrás quedó el Barón Doazan! Siento que Gabriel está a punto de<br />
desmayarse, al par que su nuevo nombre, Don Gabriel d'Yturri, le da vueltas en torno,<br />
entremezclado con los de tantas celebridades, y pronunciado por una voz atiplada que en<br />
seguida elaboró su corta biografía y propaga que es peruano (la Lima virreinal de «Le<br />
Carrosse du Saint-Sacrément» debe sonar mejor que el Buenos Aires sin poética leyenda<br />
de oro, y sobre todo que el Yerba Buena de las vacas y los cactus), y que ha sido<br />
educado por los jesuítas portugueses, lo cual queda harto bien. Sí, siento que podría<br />
desmayarse: Robert y él se han sentado en el pabellón japonés y beben un té aromático.<br />
Insensiblemente, entre sorbos, trazan lo que ni sospechan aún que será el plan de una<br />
vida. Montesquiou me elogia por fin (lo estoy aguardando desde el principio), inquiere mi<br />
origen, y el argentino, no menos inventor, tartamudea que soy una alhaja de familia,<br />
como si él descendiera, ya que no de Júpiter ni de los reyes de Francia, de los faraones, y<br />
le pide que me acepte en memoria de ese encuentro, para él esencial. Montesquiou se<br />
hace rogar, hasta que me pone en su índice derecho, sobre el guante rosa (más tarde lo<br />
reviviré, cuando Mrs. Dolly Vanbruck me use sin quitarse el guante), y corresponde al<br />
regalo despojándose de su pulsera de oro y ciñéndola a la muñeca de su juvenil<br />
adquisición. Es como si con ese intercambio hubiesen establecido un pacto. Ya no se<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 231<br />
<strong>El</strong> escarabajo