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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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fascinado, cuanto le brindaba Doazan, tal vez sin discernir todavía plenamente lo falso de<br />

lo auténtico y la cualidad exacta de las estofas, pues para ello le faltaban el tacto y la<br />

experiencia imprescindibles. Con lo legítimo, dentro del ideal complejo que lo<br />

obsesionaba, topó de repente, en la exposición retrospectiva de obras de Eugéne<br />

Delacroix, a la cual lo condujo Doazan, equivocándose (¡y cuánto lo habrá lamentado<br />

después!), en la École des Beaux-Arts. Allí, en medio de una tempestad de colores,<br />

formada por trescientas pinturas y no sé cuántas acuarelas y dibujos, que desde las<br />

paredes, superpuestos, reclamaban la contemplación de los mareados visitantes,<br />

ofreciendo el esplendor de sus batallas, degüellos, odaliscas, Cristos, Sardanápalos,<br />

Apolos, tigres, leones y las efigies atormentadas de Paganini, Dante, Virgilio, Chopin, Don<br />

Juan e infinitos etcéteras, se movía como si hubiese brotado de aquel temporal de<br />

frenética fantasía, una pareja en la cual Gabriel, maravillándose, reconoció<br />

acertadamente la presencia de su mencionado ideal de extravagancia, de insolente<br />

seguridad y de atrevido lujo.<br />

La formaban un hombre y una mujer delgados y vestidos con refinado rebuscamiento,<br />

que a mí, a la distancia, por las delicadas entonaciones que oponían a la cromática<br />

violencia del contorno, me hicieron pensar en algo tan quimérico como dos encantadas y<br />

móviles orquídeas, surgidas en el centro de un bosque terriblemente dramático. La<br />

gente, alrededor, se apartaba, dejándoles lugar, o si se les acercaba alguien, se trataba<br />

de una dama de gráciles movimientos, cuya mano besaba, rivalizando en gracia con la de<br />

su amiga, el personaje que preocupó a Gabriel, y que sobresalía por pálido y nervioso, y<br />

por la perfección de su perfil, al cual realzaban el pómulo saliente y el bigote de afiladas<br />

puntas. Traía aquel caballero una levita estrecha, un chaleco, un pantalón, unos guantes<br />

y una corbata que concertaban musicalmente las gamas más exquisitas de los lilas, los<br />

rosas, los negros y los grises, y de tanto en tanto llevaba a sus labios el puño del bastón,<br />

o se detenía a señalar una pintura, con amplios ademanes ostentadores de sus guantes<br />

rosas. Junto a él, su acompañante desaparecía dentro de una nube de encajes, gasas,<br />

plumas y tules, blancos y celestes, de la cual emergía, requerida por su extraño adjunto,<br />

asomando entonces su extraña y nórdica fisonomía, como la de una nereida que naciese<br />

de la onda espumosa, sosteniendo entre dos dedos un monóculo engastado en ópalos.<br />

—¿Quiénes son? —preguntó sin contenerse- Gabriel Yturri.<br />

—<strong>El</strong> Conde de Montesquiou y la Baronesa Deslandes.<br />

—¿Los conoce?<br />

—Por supuesto —respondió Doazan, malhumorado—. Yo conozco a todo el mundo.<br />

—¿No me los podría presentar? Quisiera tanto conocerlos yo también.<br />

Se agravó el mal humor de Doazan:<br />

—No creo que le convenga esa relación. Ambos son intolerables. <strong>El</strong>la es una alemana que<br />

se cree la papisa de la estética inglesa, y él un vanidoso insufrible, que proclama que los<br />

Montesquiou descienden de Júpiter. Dos snobs —añadió el Barón reciente, cuyo propio<br />

snobismo se inflamaba, como un eccema urticante, a flor de piel—. Le prevengo que<br />

Robert de Montesquiou, el ser más petulante de París, es muy capaz de ofenderlo a usted<br />

en público porque sí, por un capricho.<br />

Titubeó Gabriel:<br />

—Me arriesgaré. Por favor, preséntemelos.<br />

Vacilaba a su turno el Barón Doazan. Obviamente detestaba el albur de ser la causa de<br />

ese eventual contacto, y de seguro se aprestaba a insistir en su censura, en momentos<br />

en que Montesquiou, girando para considerar el conjunto de la sala, clavó sin pestañear<br />

sus ojos arrogantes en los absortos de Gabriel, alzó una ceja, estuvo examinándolo así<br />

unos segundos, dirigió una amplia sonrisa al Barón Doazan, quien por cierto no la<br />

esperaba y, luego de inclinarse ante la vaporosa Baronesa, atravesó decididamente el<br />

salón en diagonal, rumbo a nosotros. Yo ya había calado lo bastante a Doazan, para<br />

saber que dos fuerzas opuestas tiraban entonces de él: por un lado lo halagaba la<br />

deferencia que le demostraba notoriamente el dandy más inaccesible, y por el otro<br />

irritábalo la certidumbre de que estaba usufructuando un homenaje que lo utilizaba como<br />

pretexto, y que en realidad no le estaba destinado a él, sino a su vecino tucumano.<br />

Fluctuó unos instantes entre la felicidad de explotar una singularísima distinción, que<br />

230 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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