Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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Allá, sin requerir ni impulso ni alas, braceando de vez en vez, cual si remasen hacia las nubes, se elevaron con grave serenidad. Los vi pasar por las ventanas, y quise suponer que se llevaban la pequeña alma del fiel Balzac, con la del Delfín de la prisión del Temple, con la de Su Majestad Luis XVII, anónimamente fallecido en Buenos Aires. Él había sido, en tan arbitrarias circunstancias, después de mi bienamada Nefertari y de la Princesa Berta, hermana de Carlomagno, el tercer personaje real que tuve por dueño. Largos siglos los separaron, y un hondo abismo de poder y de pompa, pero desde que descubrí, atando cabos e hilando fino, lo que me confirmaría la presencia de los añosos Capetos que volvieron en pos de su vástago sin ventura, y lo condujeron a reinar con ellos en celestes comarcas, creció mi respeto por el pobre príncipe que acaso ignoró hasta el último instante que lo era, y que en su diestra me dio albergue, la mano de un diseñador asalariado que mereció ser la que sostenía el cetro augusto. —¡Adiós! —dije en la soledad de la estancia—. ¡Adiós, Sire! ¡Que San Luis reciba con bondad a su descendiente! Me encantaba lo poético, lo romántico de la situación. Me encantaba la idea del niño soberano, salvado de la cárcel; extraviado en las neblinas de la amnesia provocada por el terror; transportado por ironía de la casualidad a la lontananza y el destierro de Buenos Aires; convertido en un empleado del Presidente Rivadavia y del Gobernador Rosas; sometido a las limitaciones de una existencia de inválido y de funcionario; a quien un capitán, Monsieur de Montravel, le obsequió el Escarabajo de lapislázuli; y a quien por fin llevaron los grandes reyes de su alcurnia al trono eterno que le correspondía. Me encantaba, pero... ¿no lo habría inventado yo de un extremo al otro? Unos cabellos, unos retratos de damas francesas, un Laocoonte estrangulado por las serpientes ¿no habrían bastado para que mi tedio y mi exilio, excitando mi gusto de fabular, elaborasen la misteriosa historia y la colmasen de hipotéticos fantasmas? ¡Ah! como en distintas oportunidades de mi vida, debí encarar el dilema de dónde termina la realidad y dónde se inicia la idealización, tan nimias, tan exquisitamente inubicables son las fronteras que las separan. Pero no... aquel Benoit de los ojos azules, era el Delfín, el Rey de Francia de los azules ojos. Con dicho título lo encasillé en mis recuerdos, de paso que esperaba a las buenas gentes de su familia del Plata, a Doña Mercedes, a Petrona, a Pedro, a los demás allegados, que retornaron dos horas más tarde, comentando todavía la buena voluntad de los Fonseca, quienes habían permitido que lo sepultaran en su tumba, a él, cuyas exequias, en mi opinión, debieron transcurrir con pompa en la Abadía de Saint-Denis, y que debió reposar al lado de los magníficos monumentos de sus pares, los Reyes de Francia, por la gracia de Dios. Más de dos décadas permanecí en poder de los Benoit, no sé si olvidado o relegado, porque ninguno de los deudos se decidió a usarme. Un día, mi sopor fue interrumpido por la novedad de que pasaba a integrar un lote de alhajas y otros objetos cuya venta se planeaba. Acudió a la casona un mercante, y por poca plata me adquirió con el conjunto. Me alejé sin pesar hacia mi siguiente destino. Mi dueño, mi señor, quizá mi rey, ya no estaba allí, y yo no les interesaba a los demás. Partí, llevándome para siempre en la memoria, como una fina miniatura de fondo azul, enmarcada por flores de lis de oro, las facciones de Monsieur (¿de Su Majestad?) Pierre Benoit. Y una semana después de estar en una ventana de exhibición, entre elementos tan deslucidos como los que me rodearon en varios negocios, luego de que Mr. William Low me perdió en el hotel de la Harpe, tuve la sorpresa de que solicitara examinarme y me comprara un caballerito alto, de negro pelo y grandes y brillantes ojos, a quien destacaba la coquetería de un lunar en la mejilla izquierda. Se llamaba Gabriel Iturri, había nacido en la provincia de Tucumán, y estudiaba (o hacía como que estudiaba) en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Cuando conocí su económica estrechez, aprecié el sacrificio que para él había significado pagar mi precio, por pequeño que éste fuera y remoto de mi real valor, el cual, evidentemente, tanto Gabriel como quien lo vendía, ni siquiera sospechaban. Me halagó, pues, dicho sacrificio, y aunque no conseguí que me gustara aquel jovenzuelo afectado, tuve que reconocer el homenaje particular que implicaba su gesto. Iba conmigo por las calles de Buenos Aires, contoneándose ligeramente, y a su paso provocaba más de una sonrisa. Si lo perseguía la sorna de los muchachones que holgazaneaban en las esquinas 228 Manuel Mujica Láinez El escarabajo

Allá, sin requerir ni impulso ni alas, braceando de vez en vez, cual si remasen hacia las<br />

nubes, se elevaron con grave serenidad. Los vi pasar por las ventanas, y quise suponer<br />

que se llevaban la pequeña alma del fiel Balzac, con la del Delfín de la prisión del Temple,<br />

con la de Su Majestad Luis XVII, anónimamente fallecido en Buenos Aires. Él había sido,<br />

en tan arbitrarias circunstancias, después de mi bienamada Nefertari y de la Princesa<br />

Berta, hermana de Carlomagno, el tercer personaje real que tuve por dueño. Largos<br />

siglos los separaron, y un hondo abismo de poder y de pompa, pero desde que descubrí,<br />

atando cabos e hilando fino, lo que me confirmaría la presencia de los añosos Capetos<br />

que volvieron en pos de su vástago sin ventura, y lo condujeron a reinar con ellos en<br />

celestes comarcas, creció mi respeto por el pobre príncipe que acaso ignoró hasta el<br />

último instante que lo era, y que en su diestra me dio albergue, la mano de un diseñador<br />

asalariado que mereció ser la que sostenía el cetro augusto.<br />

—¡Adiós! —dije en la soledad de la estancia—. ¡Adiós, Sire! ¡Que San Luis reciba con<br />

bondad a su descendiente!<br />

Me encantaba lo poético, lo romántico de la situación. Me encantaba la idea del niño<br />

soberano, salvado de la cárcel; extraviado en las neblinas de la amnesia provocada por el<br />

terror; transportado por ironía de la casualidad a la lontananza y el destierro de Buenos<br />

Aires; convertido en un empleado del Presidente Rivadavia y del Gobernador Rosas;<br />

sometido a las limitaciones de una existencia de inválido y de funcionario; a quien un<br />

capitán, Monsieur de Montravel, le obsequió el <strong>Escarabajo</strong> de lapislázuli; y a quien por fin<br />

llevaron los grandes reyes de su alcurnia al trono eterno que le correspondía. Me<br />

encantaba, pero... ¿no lo habría inventado yo de un extremo al otro? Unos cabellos, unos<br />

retratos de damas francesas, un Laocoonte estrangulado por las serpientes ¿no habrían<br />

bastado para que mi tedio y mi exilio, excitando mi gusto de fabular, elaborasen la<br />

misteriosa historia y la colmasen de hipotéticos fantasmas? ¡Ah! como en distintas<br />

oportunidades de mi vida, debí encarar el dilema de dónde termina la realidad y dónde<br />

se inicia la idealización, tan nimias, tan exquisitamente inubicables son las fronteras que<br />

las separan. Pero no... aquel Benoit de los ojos azules, era el Delfín, el Rey de Francia de<br />

los azules ojos. Con dicho título lo encasillé en mis recuerdos, de paso que esperaba a las<br />

buenas gentes de su familia del Plata, a Doña Mercedes, a Petrona, a Pedro, a los demás<br />

allegados, que retornaron dos horas más tarde, comentando todavía la buena voluntad<br />

de los Fonseca, quienes habían permitido que lo sepultaran en su tumba, a él, cuyas<br />

exequias, en mi opinión, debieron transcurrir con pompa en la Abadía de Saint-Denis, y<br />

que debió reposar al lado de los magníficos monumentos de sus pares, los Reyes de<br />

Francia, por la gracia de Dios.<br />

Más de dos décadas permanecí en poder de los Benoit, no sé si olvidado o relegado,<br />

porque ninguno de los deudos se decidió a usarme. Un día, mi sopor fue interrumpido<br />

por la novedad de que pasaba a integrar un lote de alhajas y otros objetos cuya venta se<br />

planeaba. Acudió a la casona un mercante, y por poca plata me adquirió con el conjunto.<br />

Me alejé sin pesar hacia mi siguiente destino. Mi dueño, mi señor, quizá mi rey, ya no<br />

estaba allí, y yo no les interesaba a los demás. Partí, llevándome para siempre en la<br />

memoria, como una fina miniatura de fondo azul, enmarcada por flores de lis de oro, las<br />

facciones de Monsieur (¿de Su Majestad?) Pierre Benoit. Y una semana después de estar<br />

en una ventana de exhibición, entre elementos tan deslucidos como los que me rodearon<br />

en varios negocios, luego de que Mr. William Low me perdió en el hotel de la Harpe, tuve<br />

la sorpresa de que solicitara examinarme y me comprara un caballerito alto, de negro<br />

pelo y grandes y brillantes ojos, a quien destacaba la coquetería de un lunar en la mejilla<br />

izquierda. Se llamaba Gabriel Iturri, había nacido en la provincia de Tucumán, y<br />

estudiaba (o hacía como que estudiaba) en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Cuando<br />

conocí su económica estrechez, aprecié el sacrificio que para él había significado pagar<br />

mi precio, por pequeño que éste fuera y remoto de mi real valor, el cual, evidentemente,<br />

tanto Gabriel como quien lo vendía, ni siquiera sospechaban. Me halagó, pues, dicho<br />

sacrificio, y aunque no conseguí que me gustara aquel jovenzuelo afectado, tuve que<br />

reconocer el homenaje particular que implicaba su gesto. Iba conmigo por las calles de<br />

Buenos Aires, contoneándose ligeramente, y a su paso provocaba más de una sonrisa. Si<br />

lo perseguía la sorna de los muchachones que holgazaneaban en las esquinas<br />

228 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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