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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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indignado al Papa Pío VI, quien condenó a Cagliostro y mandó quemar sus libros y sus<br />

insignias, pero habrá que concluir que en Buenos Aires el criterio no era tan severo, con<br />

referencia a estos complejos asuntos. Trajeron el féretro por la tarde y, como la capilla<br />

ardiente se hallaba en el piso alto, no se pudo cumplir con la costumbre que imponía que<br />

se exhibiese al muerto en el salón principal, entre cirios y flores, frente a la calle,<br />

abiertas las ventanas de reja, lo cual fue objeto de múltiples comentarios. Lo velaron en<br />

su taller-dormitorio, durante el día y la noche siguiente enteros, y los rosarios, preces y<br />

versículos se sucedieron sin pausa. Pierre Benoit, en medio del bailoteo de las ceras<br />

encendidas, se tornó más escultórico, a medida que se encadenaban las horas. Yo,<br />

olvidado sobre un estante, no me cansé de contemplarlo. Lo embellecía la tierna<br />

hermosura que en ocasiones otorga la generosidad de la muerte. En la dignidad de sus<br />

rasgos, algo prevalecía, una expresión que podía ser un esbozado interrogante o la<br />

sorpresa de un reconocimiento póstumo. Su <strong>Escarabajo</strong> fue el único que se percató de<br />

que el corazón de su gato se había detenido con el suyo, y que estaba acurrucado, quieto<br />

para siempre, debajo de una de las masas. <strong>El</strong> <strong>Escarabajo</strong> era el único, además, por<br />

descontado, que aguardaba que un acontecimiento insólito, confirmante de sus<br />

singulares sospechas, completase las ceremonias del entierro. No me equivoqué. Tuvo<br />

lugar por la mañana del otro día, en tanto los sepultureros clavaban el ataúd, y superó<br />

cuanto osé fraguar. La numerosa concurrencia, sincera o artificialmente compungida,<br />

había salido a la terraza para facilitar las tareas fúnebres, y aguardar la composición del<br />

séquito que acompañaría a Benoit a su tumba. Desde mi estante, como desde un palco,<br />

presencié el trajinar de los funebreros, que realizaban su trabajo pronunciando<br />

indiferentes frases y hasta soltaban alguna sorda risa, intercalándose toques políticos,<br />

como la formulación del deseo que abrigaban de que volviese Rosas y metiese en un<br />

zapato, o mejor dicho en una bota, a estos señores de tantos humos y reclamaciones. Y<br />

mientras resonaban el martillar y las insolencias, sin que la puerta girara sobre sus<br />

goznes, ni de su llegada se percatasen aquellos burdos individuos, lentamente,<br />

levemente, entraron varios, muchos —¿cómo llamarlos? espectros, apariciones,<br />

sombras...—, varios, muchos seres incoloros, ingrávidos, translúcidos y silenciosos, que<br />

rodearon al féretro. Pero no... incoloros no eran... incoloras fueron las figuras que del<br />

seno de mi lapislázuli extrajo la invocación de Alfred Franz, en honor de la Princesa de<br />

Bisignano, en Napóles, y que constituyeron las vaporosas ilustraciones de mi biografía. A<br />

estos visitantes los matizaba un tono gris muy pálido; se los dijera hechos de cristales<br />

tenues, o de alabastros de excepcionalísima diafanidad. Así como el muerto renovaba en<br />

la memoria las efigies yacentes de los centenarios sepulcros, los ahora venidos, que se<br />

enderezaban alrededor de su ataúd, repetían en la mente la imaginería gótica de los<br />

viejos portales y claustros catedralicios, a causa de su exigüidad, de sus estrechos<br />

hombros y largas caras y manos. Cada uno se distinguía por la diversidad de su corona<br />

arcaica, de su cetro, de su orbe, de los pliegues de sus angostas vestiduras, pero a<br />

ninguno le faltaban tales atributos y ropajes, transferidos de la piedra a una materia<br />

preciosamente ingrávida. Se movían como si flotasen (¿no era ésa la sensación que me<br />

había transmitido Lady Rowena Withrington?), se hacían pequeños saludos y, como yo,<br />

aguardaban. Por fin los groseros e inminentes enterradores pusieron fin a su trabajo de<br />

carpintería. Regresaron los deudos, y alzaron el féretro, que poco debía pesar. Abrieron<br />

la puerta y la ventana, y comprobé que en las azoteas adyacentes había mujeres de<br />

rodillas, cubiertas por negros mantos, a manera de Vírgenes Dolorosas. Fue arduo el<br />

descolgar de la caja, pues la escalera de caracol era inutilizable. Se acallaron, minuto a<br />

minuto, los ruidos que provocó el traslado y el descenso de tanta gente por la escalera<br />

mareante, hasta que no quedó nadie en nuestra azotea, ni tampoco en las del contorno.<br />

Entonces aquellos coronados reyes (que a ciencia cierta lo eran, o lo habían sido) se<br />

pusieron de pie, porque habían asistido de hinojos a la partida del ataúd. Levantaron a<br />

un tiempo las manos libres, como si en el aire cogieran algo más impalpable e invisible<br />

para mí que sus naturalezas, con ser ellas extremadamente incorpóreas, y que deduje<br />

ser el alma de Monsieur Pierre Benoit, ingeniero cartógrafo, y de esa suerte, como si<br />

integraran un regio grupo de orantes, de suplicantes, salieron a la terraza del caserón.<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 227<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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