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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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y su relicario de trenza rubia, el recuerdo de alguien muy amado, tal vez un familiar; en<br />

cuanto a la pálida, verde claridad que había señalado con pincelada ligera determinadas<br />

fisonomías y cosas, asegurábame yo que la había imaginado, o que era un simple reflejo,<br />

surgido de la pobreza de un farol público, que no valía la pena rastrear. Pero otra noche,<br />

cualquier noche, reaparecían la furtiva irradiación y el glauco destacarse de los<br />

ingredientes que poseían la clave. Chisporroteaban de nuevo los ojos de Balzac, y yo<br />

rogaba al Cielo de los dioses egipcios y al de los santos cristianos que me devolviesen a<br />

Álfred Franz von Howen, para internarme, con él por guía, en una atmósfera aún<br />

inaccesible que me atraía y me desesperaba. ¡Ah!, ¿qué iba a hacer Álfred Franz en<br />

Buenos Aires? Álfred Franz, de no haber muerto, tendría ochenta años, residiría en su<br />

Curlandia natal y sería conde o (si no se había casado con Clarice) arzobispo; o habría<br />

heredado los escasos bienes de la Princesa Oderisia, y habitaría con Clarice el ruinoso<br />

palacio de Nápoles, metamorfoseados en dos viejecitos, a quienes la menesterosa<br />

servidumbre llamaría los Excelentísimos Príncipes de Bisignano. ¡Qué lejos, qué lejos! Me<br />

resultaba absurdo concebir la ancianidad de Álfred Franz, y menos todavía concebirlo<br />

muerto. No lo toleraba mi mente sino eternamente joven y ágil y dueño de la gracia de<br />

un cachorro de lebrel... y si tenía que morir, puesto que todo el mundo muere, a causa<br />

de una ley disparatada que nadie entiende cómo sigue en vigencia, me aferré a la idea<br />

de que le destinarían un lugar en la Isla de Avalón, a donde van a parar los nobles<br />

caballeros suprasensibles, y de que Dindi, el duende verde, se encargaría de él y le<br />

enseñaría a lidiar con sus calmos dragones Gog y Magog. |Ah!, cuando me angustiaba la<br />

tristeza que contagiaba el inválido, en los largos desvelos de Buenos Aires, mi<br />

pensamiento buscaba apoyo en las grandezas de mi pasado más reciente... La lánguida<br />

dulzura de Lady Rowena; la estética concepción de la vida de Lord James Withrington,<br />

pintor de nubes; los afanes dispersos y la poética calidad de Mr. William Low, muy<br />

querido; las facultades extraordinarias del adorable Alfred Franz von Howen; el ingenio<br />

científico y la bondad del Príncipe Raimondo de Sangro; y la espléndida elegancia de Don<br />

Diego de Silva y Velázquez, criado y retratista del Rey de España, sumaban sus<br />

prestigios y reemplazaban en mi preocupación, pasajeramente, a las menudencias de<br />

quienes en Buenos Aires me circundaban, al indefinible Pierre Benoit, Director de Dibujo<br />

del Departamento de Ingeniería y Arquitectura; a su mujer, Doña Mercedes, morosa y<br />

dulce como Lady Rowena, pero lo más opuesto al tono de dicha dama, como si la una<br />

fuese la versión inglesa, y la otra la criolla interpretación del mismo texto, con el<br />

añadido, en el caso de la segunda, de una marcada y conmovedora inclinación a<br />

coleccionar recetas de postres; y a sus hijos, a Petrona, cuyos veinte años maduraban en<br />

un altruismo generoso y una simpatía heredados de su madre, y a Pedro, que a los trece<br />

permitía presentir la vocación del ingeniero futuro, y el legado intelectual paterno. Cada<br />

uno de esos dos grupos, tan distintos, el de mis dueños actuales y el de los anteriores, se<br />

perfilaba en mi reflexión con el decorativo fondo que correspondía a la desigualdad de<br />

sus existencias: el de los Benoit, sobre la chatura de Buenos Aires, que luchaba por dejar<br />

de ser provinciana o colonial, y cuyos anhelos de superación se situaban en la esfera<br />

aérea de las terrazas y en la solemne amplitud del río, encima de los cuales planeaban<br />

las rimas de sus poetas heroicos, así como su otra faz, la modesta, se distinguía abajo,<br />

en la calle, entre pregones de aguateros, pasteleros, pescadores, mazamorreros y<br />

vendedores de plumeros confeccionados por los indios pampas con plumas de avestruz;<br />

entre risas de lavanderas que de la ribera regresaban con atados; entre disputas por<br />

embarrados miriñaques y peinetones agresivos, y apariciones sin aviso de la Mazorca, la<br />

banda asesina de los incondicionales de Rosas, autotitulado Restaurador de las Leyes. En<br />

cambio las restantes figuras previas que acudían a mi evocación, utilizaban como<br />

escenarios las fachadas señoriles, varias veces seculares, de Withrington Hall, su lago de<br />

cisnes, su biblioteca magistral, sus vuelos de arcángeles y de hadas; los salones de<br />

Oderisia Bisignano, poblados de huéspedes que se hacían reverencias como pulcros<br />

autómatas; los laboratorios del Príncipe de Sansevero, donde la lámpara perenne ardía, y<br />

se armaba una carroza que debía correr por la tierra y por el mar; y el aposento del real<br />

Alcázar donde Velázquez pintaba y repintaba la quijada, los ojos pesarosos y la distinción<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 225<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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