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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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donde delineaba Benoit, recordándome inesperadamente al florentino Livio Altoviti, al<br />

Gato Altoviti de oblicuos ojos negros y amarillentos, y en ambos casos, en la terraza o en<br />

el taller, clavaba sus propios ojos de acechante tigre doméstico en el rostro de Pierre<br />

Benoit, como si fuese testigo de que alrededor del caballero funcionaban los callados<br />

mecanismos de un mundo sólo distinguible por él, por el gato, un mundo de seres<br />

errantes, quizá parecido al que Alfred Franz le describiera a la Princesa de Bisignano, y<br />

que en torno del muchacho vidente giraba, presidido por una gran esfera azul. Si bien<br />

no... no... algo vislumbro de estas cosas, y ya entonces sabía yo que si ese segundo<br />

nivel y esa segunda realidad existían, nada tenían que ver con los espectros de Von<br />

Howen, sino con una situación... con un signo resplandeciente, desconocido o desechado<br />

por el francés, cuyo fulgor incendiaba, de súbito, la abertura pupilar ovalada, en los ojos<br />

de oro de Balzac.<br />

Desde el dedo de Benoit me apliqué con empeño a averiguar, a adivinar, a cazar al vuelo<br />

la fugacidad de un indicio que me guiara hacia la incógnita región. No me preocupó otro<br />

asunto, mientras permanecí en Buenos Aires. Abajo, en las calles, el poder del tirano se<br />

manifestaba en crueles locuras, como el de tantos déspotas; después declinó, y por fin<br />

dio la impresión de que el símbolo dictatorial resbalaba de sus manos, pero yo no reparé<br />

en los rumores, ni en las políticas angustias; toda mi atención se concentraba en el<br />

hombre delgado, de cabellos cada vez más grises que impulsaba su silla de ruedas y<br />

apenas sonreía. Mi desazón y mi curiosidad, pese a ser sólo una antigua piedra<br />

engarzada, no se hurtaron a la perspicacia vigilante de Balzac. También envejecía el<br />

gato, que de gordo y reluciente evolucionó a esquelético e inseguro, pero su declinación<br />

no restó brillo a sus ojos admirables que traían a mi memoria los de Livio Altoviti, y que,<br />

cuando no se posaban en la faz de nuestro amo, se posaban en mí, en el <strong>Escarabajo</strong> del<br />

índice derecho, indagándome.<br />

<strong>El</strong> inválido tenía por dormitorio a su taller, y su esposa usaba la habitación contigua. De<br />

noche, una vez acostado, Benoit repetía iguales movimientos: me quitaba de su dedo y<br />

me colocaba sobre el inmediato taburete; se despojaba de la bolsita bordada que de su<br />

cuello pendía; sacaba de su interior una corta trenza de cabellos de un rubio veneciano;<br />

la besaba; hacía la señal de la cruz, y devolviéndolos a su relicario, lo ponía junto a mí;<br />

abría un libro, y durante un rato leía a la luz de una vela; Balzac se acomodaba a sus<br />

pies; paso a paso, cesaban los ruidos, hasta que no se oía en el taller más que el<br />

ronroneo del gato y el tictac del reloj, interrumpidos por la salmodia del sereno cantor de<br />

las horas, que exigía estentóreamente la muerte de los salvajes unitarios o, espaciándose<br />

a medida que avanzaba el tiempo, por los galopes y blasfemias de la gente de Rosas,<br />

que estremecían las calles en cumplimiento de órdenes criminales. Y ya se mostrasen las<br />

estrellas en la ventana, o contra los vidrios golpease la lluvia, yo velaba en el taburete y<br />

en la quietud del cuarto, cerca de un hombre inescrutable al parecer, que conquistó mi<br />

vanidad desde el primer momento, cuando me halló hermosísimo y que, como también<br />

advertí desde aquel instante inicial, osciló perplejamente entre la inquietud y el orgullo,<br />

sin llegar acaso tampoco, como intentaba yo, a las raíces de los sentimientos cuyo<br />

misterio lo desasosegaba. En ocasiones, y si era muy intensa la lobreguez de la<br />

habitación, me parecía que de la bolsita de seda brotaba una tenue luminosidad verdosa,<br />

la cual aclaraba paulatina y levemente algunos detalles: el rostro de Pierre Benoit<br />

dormido, los retratos de las reales damas y sus diademas, y un último e importante<br />

dibujo a tinta china, de un metro de alto, copia del famoso Laocoonte, que reiteraba la<br />

contorsión de los príncipes de la sangre del Rey Príamo, presos por las anudadas<br />

serpientes implacables. Chispeaban entonces los ojos nictálopes de Balzac y se diría que<br />

trataba de indicarme que con esos elementos, combinándolos, era posible reconstruir el<br />

juego del enigma encerrado en el taller. Allí estaban, frente a mí, las que quizá fueran las<br />

piezas: Pierre Benoit; la bolsa de seda y sus cabellos; la Reina de Francia y su hermana<br />

política, muertas en el patíbulo; la Duquesa de Angulema, hija de María Antonieta y Luis<br />

XVI; y Laocoonte y sus hijos, ahogados por los monstruos. Pero en el curso de tales<br />

devaneos, la luz del alba coloraba los vidrios, conjurando fantasmagorías, y cada uno de<br />

los elementos recuperaba su traza lógica; Benoit no pasaba de ser un tullido taciturno;<br />

sus dibujos, pasatiempos de un enclaustrado que distraía su morriña de la patria remota;<br />

224 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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